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El pequeño empresario mexicano se asoma al vacío: “Llegó el virus y nos vinimos abajo”

Tres negocios relatan un presente desastroso por la caída de ventas. Un programa de microcréditos del Gobierno pretende salvarlos de la ruina

Jon Martín Cullell
Un establecimiento de quesadillas, en un mercado de Ciudad de México.
Un establecimiento de quesadillas, en un mercado de Ciudad de México.Gladys Serrano

Los pequeños empresarios mexicanos viven la pandemia atentos a la calculadora y a los sonidos de la calle. Quieren pagar las deudas que apremian, ahorrar lo que quede y seguir adelante. Algunos ya piensan en maneras de ampliar el negocio, vender más y diferente. Otros tienen prisa por volver a la calle que les da de comer a ellos y a sus familias. A veces, se encomiendan a la Virgen para que el bicho pase rápido y les permita trabajar de una vez. Las microempresas en México son un territorio vasto. El 98% de las más de 12 millones de empresas del país tienen menos de 10 empleados; muchas son informales y están lideradas por mujeres. La suspensión de actividades no esenciales hasta finales de mayo las ha colocado al borde de la ruina. 100.000 negocios corren ese riesgo, de acuerdo a estimaciones del sector al inicio de la crisis. Criticado por la débil respuesta ante el frenazo económico, el Gobierno ha lanzado dos millones de microcréditos a bajo interés y sin necesidad de aval. Son 25.000 pesos, unos 1.000 dólares, a devolver a partir de agosto. Tres empresarias que han recibido o esperan uno de estos préstamos relatan la mayor crisis de sus vidas.

Rosa Galarza, 58 años. Profesión: comerciante

“No sé si logre recuperarme”

Galarza no recuerda un Día de la Madre tan malo en los veinte años que lleva tras el contador. En la celebración de 2019, su tienda de regalos llegó a vender unos 25.000 pesos, entre relojes y perfumes. Este año, el virus puso en guardia a las autoridades de Tabasco, el segundo Estado con mayor incidencia de contagios por habitante. Decretaron el cierre total de los negocios durante tres días. “No vendí nada, ni me surtí. Apenas unos aretes a unas amigas la semana anterior”, explica.

Las ventas se han desplomado. Como no es actividad esencial, Galarza ha tenido que cerrar su tienda, ubicada dentro de un centro comercial entre una crepería y una máquina de peluches. Su hijo le ha dicho que se meta a internet y ella ha creado una página de Facebook donde despliega “ricos perfumes para la persona que más ames” o “peladores marca XXX, ¡no puede faltar en tu cocina! ”. Pero a Galarza, acostumbrada a tratar de tú a tú a sus clientas, la venta en línea no se le da bien. “No soy muy cibernética”, reconoce.

Un 41,5% de los trabajadores de microempresas son mujeres, frente al 35% de las pequeñas y medianas empresas. Ahora la crisis amenaza esa independencia financiera. Después de 20 años de tener su propio negocio, Galarza ha vuelto a depender de su marido para pagar facturas: 4.300 pesos de alquiler, 6.000 pesos de deuda con proveedores, 4.000 pesos de sueldo a su empleada. Todo con poco más de 5.000 pesos de ventas en abril, unos 200 dólares. “Me siento rara. Tengo que estar pidiendo dinero, pero estamos para apoyarnos”, dice. Él tiene un taller de llantas de coches. Al ser considerada actividad esencial no ha tenido que cerrar, aunque las ventas han caído a la mitad.

Los 25.000 pesos de crédito que acaba de recibir del Gobierno le dan un respiro, pero no prevé una remontada fácil. A la pandemia se suma el declive de la industria petrolera en el Estado. Unos años atrás, la carretera que conecta Cárdenas, la ciudad de Galarza, y Villahermosa, la capital regional, era un desfile continuo de camiones llenos de crudo. Las navajas suizas, dice la comerciante, tenían mucho éxito entre los trabajadores petroleros. La intención del Gobierno mexicano de reflotar la industria mediante la construcción de la cercana refinería de Dos Bocas todavía no se traduce en ventas. “He estado aguantando y aguantando pensando que se iba a recuperar, pero el virus nos ha venido a rematar”, dice resignada. “Como soy creyente, todo lo pongo en manos del Señor”.

Araceli González, 41 años. Profesión: costurera

“Me pesa el momento de decir 'tengo que cerrar”

Tres veces entró al banco a pedir un préstamo y tres veces salió con una negativa. Araceli González quería ampliar su negocio de costura para vender ropa de cama. Sábanas y colchas de algodón, en amarillo, verde y azul. A ella el negro no le gusta. Sentada frente a un escritorio de la sucursal, la respuesta era siempre la misma. No le podían dar el préstamo porque no tenía historial crediticio. “Pero si no me lo dan, ¿entonces cómo voy a tener nunca un historial?”, les preguntaba. “Siempre me ponían muchas trabas”. El 92% de microempresas como la de González no tiene acceso a financiamiento, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) para 2018. Y, aún si lo tuvieran, un 74% no aceptarían un crédito por resultar caro o no tener confianza en los bancos.

A principios de 2019, una persona con chaleco tocó a la puerta de González para hacerle una encuesta. Ella cree que se trataba del Censo del Bienestar, el padrón que el Gobierno está utilizando para distribuir los créditos a la palabra. El registro ha sido criticado por opaco y poco riguroso. En los primeros meses, las personas que lo llevaban a cabo, los llamados “servidores de la nación”, no eran funcionarios públicos, sino gente próxima a Morena, el partido del entonces presidente electo Andrés Manuel López Obrador.

González todavía está pendiente de que el Gobierno la llame para ofrecerle un crédito. Con él, podría sortear por fin esa barrera del historial crediticio. “Conozco a muchos comerciantes que no fueron censados y ahora están viendo la manera de meterse”, explica por teléfono desde el Estado de Colima, en el centro del país. “Yo quiero un apoyo; no que me regalen nada”. Estudió alta costura y ahora hace de todo. Desde vestidos de novia hasta cubrebocas. “Pero el cubrebocas ya no es negocio. Si lo haces por cinco pesos, otra te lo va a dar a cuatro pesos y otros a 3,5 pesos”, apunta. De ganar entre 800 y 1.000 pesos a la semana, algo menos de 40 dólares, las ventas se le han caído un 90% y los ahorros se han secado. “Acabábamos de pasar la cuesta de enero, llegó el virus y nos vinimos abajo”.

La costurera empezó de cero el negocio y está orgullosa. Ha criado sola a su hija de seis años, al tiempo que cuidaba de su madre discapacitada. Aunque preocupada por las consecuencias de la pandemia y la falta de telefonazo, no desespera. “Me pesa que llegue el momento de decir que tengo que cerrar”, afirma, “pero si no recibo el crédito seguiremos saliendo adelante como yo sé hacer”.

La calle Madero en el centro histórico de Ciudad de México, en abril.
La calle Madero en el centro histórico de Ciudad de México, en abril.Hector Guerrero

Andrea Martínez, 24 años. Profesión: vendedora de maquillaje

“Yo voy por todo”

Andrea Martínez dice que no sabe de maquillaje. Cuando sale de su casa en Aguascalientes se pinta lo justo. Rímel, delineador y ya. Pero hace unos meses pensó que allí había una oportunidad de negocio. Veía promociones de pintalabios y paletas en redes sociales y se vendían bien. “El maquillaje es lo de hoy”, se dijo. Viene de familia comerciante, madre frutera y padre distribuidor de periódicos, y desde pequeña se la llevaban a negociar con los proveedores. El salto, pues, no resultó extraño.

Antes de la pandemia, compraba unos 3.000 pesos al mes en maquillaje, 120 dólares aproximadamente. Cada paleta le salía en promedio a 80 pesos y ella la vendía a 130. Lo que ganaba, unos 1.800 pesos al mes, lo reinvertía en nuevos productos que, por falta de espacio, guardaba en un rincón de su habitación, junto a las mochilas.

El “quédate en casa” de las autoridades ha sido malo para el negocio. Que si no tienen dinero, que si no pueden salir a la calle, le dicen sus clientas. En abril apenas ganó 500 pesos, unos 20 dólares. En vez de guardar las ganancias para volverse a surtir, ahora las está utilizando para cubrir las necesidades básicas de su familia. Tiene una niña de dos años y su marido, trabajador en una fábrica de autopartes, está cobrando la mitad del salario mientras dura la contingencia. No han pagado el recibo del agua de abril y la cesta de la compra se ha achicado. Ya no hay carne a diario; se come filete tres veces a la semana a lo mucho.

Cuando recibió la llamada del Gobierno mexicano no se fió. ¿Un crédito sin necesidad de aval para alguien que nunca había tenido cuenta bancaria? Sonaba a fraude. Apuntó todo y, al colgar, investigó para cerciorarse. Desde entonces, ha hecho unos “calculillos”. Los 25.000 pesos le van a servir para techar una parte del garaje y allí guardar la mercancía y que no le estorbe cuando entra y sale de la habitación. Un familiar le ha ofrecido hacerle la obra por 5.000 pesos. Con los 20.000 restantes quiere comprar tintes de cabello para vender y guardar algo para empezar a pagar el crédito a partir de agosto. Serán 823.70 pesos al mes durante tres años. “Es cuestión de administrarlo bien”, dice. “Yo voy por todo”.

¿UN CRÉDITO DEL IMSS? NO, GRACIAS

El apetito de los pequeños comerciantes por los créditos del IMSS se ha quedado corto. De los 645.102 empresarios identificados por la institución como elegibles, algo menos de una cuarta parte, 153.316, lo habían solicitado hasta este miércoles. A diferencia de los créditos a la palabra para empresas informales, el IMSS se dirige a las formales y no llama a los pequeños empresarios. Tienen que ser ellos quienes introduzcan sus datos en una plataforma informática. Aunque los requisitos son blandos, la falta de información, el optimismo sobre la duración de crisis o la insuficiencia del monto para cubrir las necesidades figuran entre las razones reportadas por los comerciantes consultados.

Karla Alfaro, de 29 años, regenta una tapicería familiar en la colonia Roma Norte, una barrio acomodado de Ciudad de México. Los encargos de restaurantes han parado en seco y ahora se dedican a tapizar sillas sueltas para los vecinos. “Todo el mundo está guardando su dinero. ¿Ahora quién se va a parar a preguntar por un sillón?”, apunta, frente a una pila de muebles destripados. Ante la baja de las ventas, los dos empleados cobran 500 pesos a la semana, en vez de los 1.500 habituales, apenas suficiente para conseguir de qué comer. Y la renta de 10.000 pesos al mes aprieta. Alfaro podría solicitar el crédito pero todavía no se ha decidido. “Con una renta en la Roma, 25.000 se te van así”, dice y chasquea los dedos. “Que nos den un kilo de arroz y otro de frijol. Nos va a ayudar infinitamente más”.

Karla Alfaro, frente a su tapicería en la Colonia Roma de Ciudad de México.
Karla Alfaro, frente a su tapicería en la Colonia Roma de Ciudad de México.Jon Martín Cullell

“Si la gente sale pero no tiene dinero, nos va a pasar lo mismo”

El organillero Moisés Rosas lleva su negocio a cuestas. La banqueta es escenario y oficina. Pero, desde hace dos meses, la calle Madero en el centro histórico de Ciudad de México está “muy sola”, dice. Vacía de turistas y de oídos que escuchen la música tintineante de su organillo móvil. Ahora le arrojan algunas monedas desde los balcones y le gritan “¡Cuídese, protéjase!”.

En 2009 vivió la influenza y las calles también se quedaron vacías, pero el cierre no fue tan total y duró menos. Con el coronavirus acechando, Rosas ha pasado de cobrar unos 250 pesos diarios a sacar entre 100 y 150 pesos. El resto de lo que gana va a la renta del instrumento, unos 1.200 a la semana. La mayoría de organilleros no posee los instrumentos, que cuestan unos 200.000 pesos, más de 8.000 dólares. Su familia había hecho planes para fabricar uno y así librarse del goteo de la renta, pero la pandemia ha obligado a postergarlos.

 

Al estar inscrito en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) - su empresa emplea a un hijo y a una cuñada, también organilleros-, Rosas ha podido solicitar el crédito de 25.000 pesos. Por ahora, los tiene guardados pero ve próximo el momento de tener que “agarrar de allí”. “Y no nada más para la renta, también para comer”, dice. El cierre de negocios está previsto, por ahora, hasta finales de mayo, pero este se puede prorrogar. Rosas confía en poder hacer frente al pago del crédito “si esto se compone”. No las tiene todas consigo. “El país va a quedar muy mal parado. Hay negocios que van a tener que cerrar”, señala. “Si la gente sale pero no tiene dinero, nos va a pasar lo mismo”.

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Jon Martín Cullell
Es redactor de la delegación de EL PAÍS en México desde 2018. Escribe principalmente sobre economía, energía y medio ambiente. Es licenciado en Ciencias Políticas por Sciences-Po París y máster de Periodismo en la Escuela UAM- El PAÍS.

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