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La seguridad hídrica a largo plazo: sortear los obstáculos

El Día Mundial del Agua permite reflexionar acerca del escaso conocimiento sobre este bien de primera necesidad, los compromisos de la agenda global y las asimetrías abisales entre Primer y Tercer Mundo

Una niña recoge agua en Sudd Swamp, Sudán del Sur. / ANDREEA CAMPEANU (REUTERS)
Una niña recoge agua en Sudd Swamp, Sudán del Sur. / ANDREEA CAMPEANU (REUTERS)

Para la mayor parte de los ciudadanos, hoy será un día más. Para otros, será el Día Mundial del Agua, un día más en el que merece la pena detenerse a reflexionar sobre uno de los desafíos generacionales más importantes. El Día Mundial del Agua, propuesto en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo celebrada en Río de Janeiro en 1992 (la icónica Cumbre de Río), se celebra desde entonces cada 22 de marzo.

Un día como hoy permite reflexionar fundamentalmente sobre tres cosas: la importancia de una conmemoración así pese al escaso conocimiento de la misma por buena parte de la población mundial, los compromisos adquiridos en la agenda global en relación a temas de agua y las asimetrías abisales entre los países más desarrollados y los menos desarrollados también en este terreno.

El Día Mundial del Agua y el lema del mismo (este año es ‘No dejar a nadie atrás’), definen buena parte de la agenda del sistema de la Organización de las Naciones Unidas y otros organismos multilaterales en relación al agua, de cara a coordinar esfuerzos y mandatos. Eclipsados por temas en ocasiones mucho más intrascendentes, los temas de agua nos alcanzan teñidos de sensacionalismo, vinculados a eventos climáticos extremos (sequías, inundaciones) y como si se tratase de cuestiones únicamente ambientales o sectoriales. El lema de este año no solo remite a progresar en la provisión de servicios de agua, sino a hacerlo de modo equitativo, garantizando que todos los ciudadanos se benefician del acceso al agua.

Como es bien sabido, en septiembre de 2015 los gobiernos de la mayor parte de los países del mundo aprobaron la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que contiene 17 nuevos objetivos (los llamados Objetivos de Desarrollo Sostenible) y 169 metas concretas para erradicar la pobreza, combatir la desigualdad, promover la prosperidad y proteger el medio ambiente desde entonces y hasta 2030. En esa Agenda 2030 se dio un paso decisivo para mejorar el estatus del agua en esos objetivos. Con los Objetivos de Desarrollo del Milenio no se había conseguido individualizar los compromisos en torno al agua de otra serie de compromisos ambientales.

La realidad a la que puede asomarse el lector sobre los países menos desarrollados del mundo muestra, pese al progreso reciente, importantes desafíos. Si se pone el acento sobre la idea de no dejar a nadie atrás no es para solemnizar la obviedad, sino porque las carencias en cuanto al acceso mejorado a agua potable y saneamiento se concentran en determinadas zonas del planeta (África subsahariana, sur de Asia, etc.), entre grupos que padecen más la desigualdad (mujeres, niños, refugiados, indígenas, personas con capacidades diferenciales, algunas castas, etc.), especialmente en zonas rurales (80% de todas las personas sin cobertura universal) y en áreas periurbanas.

Hay que pensar, por ajena que esa realidad pueda parecer al lector, que 2.100 millones de personas o una de cada cuatro escuelas de educación primaria carecen de agua segura ‘in situ’; que más de 700 niños de menos de cinco años mueren cada día por dolencias y diarreas por un acceso deficiente al agua y saneamiento; que más de 1.000 millones de personas defecan a diario al aire libre (más de 600 millones en una potencia geopolítica emergente como India) y una cantidad equivalente consume agua contaminada por heces; 700 millones de personas podrían convertirse en refugiados climáticos solo como resultado de la escasez crónica de agua en 2030; 4.300 millones de personas carecen de retrete en casa…

2.100 millones de personas o una de cada cuatro escuelas de educación primaria carecen de agua segura

La realidad descrita previamente resultará difícil de entender por quien no haya tenido oportunidad de dimensionarla personalmente o quien no haya parecido carencias similares en un pasado ya remoto. España no solo garantiza la cobertura universal de los servicios de agua potable y saneamiento, sino que lo hace en un contexto altamente tecnificado, habiendo sido capaz de reducir en un 20% el consumo por habitante y por día en los últimos 10 años o un 30% la llamada ‘agua no registrada’, que incluye pérdidas en alta, en los últimos 25 años. Todo ello es un logro colectivo entre los ciudadanos, las administraciones públicas y los diferentes operadores del sector (empresas o servicios municipales, empresas mixtas, empresas privadas).

Eso no libera de desafíos, en todo caso. Ante el gran reto generacional de la adaptación al cambio climático, un fenómeno global al tiempo que asimétrico, pues nos afecta a todos pero no a todos por igual, ser capaces de enfrentar una cascada de incertidumbres nos forzará a definir nuevos marcos de decisión, nuevas herramientas de análisis y a enfatizar sobre el aumento de nuestra resiliencia como sociedad.

Ante proyecciones de reducción de la disponibilidad de recursos hídricos a medio y largo plazo de entre un 24% y un 40% dependiendo de la cuenca, tendremos que entender de una vez por todas que el reto no es la sequía (manifestación coyuntural de un problema estructural), sino la escasez crónica de agua en buena parte del territorio.

La sociedad no solo necesita agua, sino seguridad hídrica. Dicho de otro modo, lo que nos aporta bienestar no es solo la ausencia de riesgos, sino la ausencia de una percepción íntima de riesgo. Eso exige, desde el punto de las políticas públicas, avanzar desde la gestión de crisis, donde en ocasiones alcanzamos el virtuosismo, a la gestión de riesgos. Es decir, la política de agua necesariamente ha de avanzar desde medidas improvisadas, reactivas y ad hoc para la remediación de impactos, a medidas planificadas, proactivas, preventivas.

Esperar a las crisis de agua (como la reciente sequía, todavía inconclusa en algunas cuencas del Levante español), nos conduce a una gama menor de soluciones y a un coste más elevado. Las soluciones convencionales, normalmente basadas en el desarrollo de grandes infraestructuras, se dan en un contexto creciente de incertidumbre y con escaso carácter adaptativo.

España muestra con claridad (primer país de la Unión Europea en la reutilización de aguas residuales regeneradas y quinto del mundo en potencia instalada de desalación) las posibilidades de la diversificación de las fuentes de oferta. Sin embargo, ninguna de esas soluciones es la panacea. Son necesarios enfoques integrados que, junto a las nuevas fuentes de agua de explotación modular como las mencionadas, profundicen en la optimización del uso de las fuentes convencionales mediante mayor eficiencia técnica en el uso del agua, la gestión conjunta del todas las fuentes de agua, la recuperación de las reservas superficiales y subterráneas, la restauración de los ecosistemas acuáticos, el desarrollo de infraestructuras verdes y la implantación de concesiones (licencias administrativas para el uso del agua) y precios orientados a garantizar la seguridad a medio plazo.

Las soluciones pasan por coordinar vertical y horizontalmente políticas sectoriales, mejorar la coherencia entre los diferentes niveles de la Administración y avanzar en la gestión compartida

Las soluciones pasan necesariamente por evitar el mito de Penélope, coordinando vertical y horizontalmente políticas sectoriales; mejorar la coherencia entre los diferentes niveles de la Administración en pro del interés general; avanzar en la gestión compartida, es decir, en la acción colectiva como vía para alinear intereses individuales y objetivos colectivos; y profundizar en la evaluación de las políticas públicas para no dar pasos sobre ideas míticas, juicios de valor o sencillamente a ciegas. Como en tantos otros ámbitos, sobre todo en desafíos cuya trascendencia es intergeneracional, es el tiempo de la política, no de la inflación normativa o el optimismo antropológico desde un punto de vista tecnológico.

Como hemos aprendido, pese a las diferencias, en la evolución de las más de veinte federaciones en el mundo, el federalismo no es solo es una fórmula eficaz, pragmática (un rasgo siempre asociado al progreso que, sin embargo, parece haber sido demonizado por algunos) y consensuada de resolver las aspiraciones legítimas de los diferentes ciudadanos. Es también una sofisticada cultura basada en el reconocimiento del otro, de quien no es como uno, en la búsqueda de soluciones compartidas, de aquello que nos une más que de aquello que nos separa. En ese sentido, es un antídoto contra la ignorancia y los maximalismos vacuos. La política de agua necesariamente ha de ser concebida como una intervención integral sobre una serie de actividades que tienen repercusiones (y no siempre positivas) sobre esta parte de nuestro capital natural.

Por las características de los conflictos sociales por el uso del agua, con una marcada tendencia territorial que desvirtúa el debate (pues se reclama la igualdad en competencias en lugar de garantizar la igualdad en derechos); por los desafíos intergeneracionales (decisiones adoptadas hoy con repercusiones en el tiempo); por el solapamiento de unidades administrativas (las comunidades autónomas o los municipios) y unidades hidrológicas o de gestión; por el carácter global de buena parte de los desafíos (el cambio climático, la desertificación, la pérdida de diversidad biológica), no queda otra que cooperar: entre ciudadanos, entre usuarios del agua, entre diferentes niveles administrativos, entre países, entre regiones del planeta, entre generaciones… Si no puedes atravesar un obstáculo, rodéalo. El agua lo hace.

* Gonzalo Delacámara es coordinador de Economía del Agua del Instituto IMDEA Agua y director académico del  Foro de la Economía del Agua

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