_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La era de la política fiscal

Con los tipos por debajo de la tasa de crecimiento, las medidas fiscales deben ayudar a la gestión del ciclo económico

Ángel Ubide
Rafael Ricoy

A finales de los años 1990 —yo por aquel entonces era un joven economista en el Fondo Monetario Internacional (FMI)—, uno de los jefes de departamento nos dijo, durante una reunión de preparación de la consulta anual a uno de los países miembros: “En toda mi carrera en el FMI, nunca he recomendado una política fiscal más expansiva que la que propone el país, siempre lo contrario”. No había duda. El consenso entre la profesión económica estaba claro: la política monetaria se ocupaba de la gestión cíclica de la economía, la política fiscal tenía como único objetivo reducir a toda costa el déficit y la deuda, cuanto más rápido mejor. Las virtudes expansivas de los ajustes fiscales se alababan, acentuando su posible impacto positivo sobre la confianza del sector privado.

Era otro mundo. Se disfrutaba de la bonanza generada por la desinflación de los años 1990, la consiguiente caída de los tipos de interés, y la aceleración de la productividad inducida por la revolución tecnológica, la apertura al comercio internacional de China, y la estabilización de las economías emergentes. Había crecimiento abundante y más que suficiente para acomodar el ajuste fiscal. Los empleos eran estables, los salarios crecían de manera rápida y la desigualdad no se estudiaba en las clases de macroeconomía.

Veinte años después, el mundo es muy distinto. Hoy los tipos de interés son muy bajos —más de un 15% de los bonos mundiales cotizan a tipos negativos—. En la eurozona, la inflación subyacente es excesivamente baja —la media de los últimos 10 años es el 1%, muy por debajo del objetivo del BCE—, el crecimiento es insuficiente, la desigualdad ha aumentado, el ahorro y la aversión al riesgo son excesivos, y el margen de actuación de la política monetaria es mínimo.

El riesgo hoy y en los próximos años en la eurozona no es que suban los tipos de interés, sino que el crecimiento languidezca aún más. Es la era de una política fiscal activa que combine el estímulo de la demanda y del crecimiento potencial, la reducción de la desigualdad y la disciplina fiscal a medio plazo. Con los tipos de interés por debajo de la tasa de crecimiento de la economía, el objetivo de la política fiscal ya no debe ser reducir el déficit y la deuda a toda costa, sino contribuir a la gestión del ciclo económico. A algunos todavía les suena a herejía, pero, poco a poco, el consenso entre los economistas está cambiando.

Esto no implica despilfarrar, ni abandonar las reformas necesarias, ni abanderar la llamada teoría monetaria moderna. Que quede claro. Implica entender que, cuando los tipos de interés son muy bajos, una política fiscal responsable debe compaginar las auditorías del gasto con aumentos de la inversión pública para mejorar la sostenibilidad de largo plazo, tanto económica como ecológica. Implica admitir que políticas fiscales inteligentes orientadas a la reducción de la desigualdad son un uso eficaz de los recursos públicos. Implica reconocer que los ajustes fiscales, cuando la inflación es excesivamente baja y los tipos de interés son cero, pueden ser contraproducentes. En esos casos, la política fiscal debe ayudar a la política monetaria. Es una cuestión de simetría. Nadie se opondría a que la política monetaria y la fiscal se coordinaran para reducir la inflación. Lo mismo debe suceder para aumentarla.

El pavoroso recuerdo de la crisis no debe impedir la adopción de políticas fiscales expansivas. La crisis de la eurozona se debió, sobre todo, a fallas en su estructura económica. La elevada prima de riesgo reflejaba la amenaza de una reestructuración forzosa de la deuda pública como condición para un rescate, como había sido el caso en Grecia. También reflejaba el riesgo de salida del euro, como lo refleja hoy en Italia. Lecciones aprendidas, que esperemos perduren.

A la deuda pública hay que tenerle respeto, pero no miedo. La eurozona necesita un programa amplio, ambicioso y plurianual de inversiones públicas para hacer frente a la desigualdad, al desafío tecnológico y al cambio climático, y —­siendo algo que beneficiará a todos los europeos— financiado con eurobonos avalados por impuestos transferidos. Esto estimularía el crecimiento y la inflación, aumentaría el tipo de interés de equilibrio y facilitaría la labor del BCE, y permitiría a los países de la eurozona tener más espacio para la estabilización cíclica y la gestión de la próxima recesión.

Es la paradoja del riesgo. En estas circunstancias, la inacción no es prudente, sino peligrosa. Seamos valientes e invirtamos en un futuro más brillante.

En Twitter: @angelubide

La agenda de Cinco Días

Las citas económicas más importantes del día, con las claves y el contexto para entender su alcance.
RECÍBELO EN TU CORREO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_