¡Crear dos, tres, muchos Brexit!
Cuando una cumbre fracasa y se alejan los resultados, aumentan los ciudadanos desafectos con la UE
Primero se dice que la cumbre de la Unión Europea (UE) es histórica, por los asuntos que tiene que resolver y por el tiempo en que llega; cuando esa reunión fracasa no ocurre nada, siguen los mismos mandatarios comunitarios, su único aspecto retórico positivo suele ser que no se ha roto nada, sino que ha aparecido otro alambicado consenso para dar otra patada hacia adelante. Todo sigue igual excepto que un número indeterminado de ciudadanos europeos, cada vez mayor, se separa de esa lógica y deja de votar o vota a fuerzas eurofóbicas. Después de la que se ha celebrado la pasada semana en Bruselas, en la casi absoluta inanidad por la total división entre los países (migraciones, reforma del euro, Brexit, proteccionismo económico) ahora se ponen los ojos en la de septiembre, que ya se celebrará bajo la presidencia de turno de Austria (después va Rumanía).
Austria ha anunciado que centrará su semestre en la seguridad europea, esto es, en el fortalecimiento de las fronteras. La fortaleza europea. Es coherente con el tipo de Gobierno de coalición de que dispone: democristianos y extrema derecha (el FPÖ, Partido de la Libertad). En el momento en que se formó ese Gobierno no se produjo la escandalera de 18 años antes, cuando ese mismo partido extremista irrumpió en el Ejecutivo austriaco. En 2000, el Europarlamento clamó contra esa presencia, contraria a los valores europeos, y se impusieron por primera vez sanciones diplomáticas contra un Estado miembro de la Unión. Ahora no ha sucedido nada parecido.
Siendo importante el crecimiento de partidos de extrema derecha en muchos países europeos (el último ejemplo es Italia), más significativo es el contagio que sus ideas están teniendo en las formaciones del centro del sistema. Esto se ve con mucha claridad en el tratamiento de la inmigración. El intelectual holandés Rob Riemen, en su libro Para combatir esta era (editorial Taurus) sostiene que el concepto de “fascismo” es tabú en Europa a la hora de analizar la política contemporánea. Se habla de extrema derecha, populismo de derechas, conservadurismo radical,… pero nada de fascismo. Poco después de acabar la Segunda Guerra Mundial, en 1947, Albert Camus y Thomas Mann comprendieron algo que aún nos cuesta admitir: la guerra había terminado, pero el fascismo no había sido vencido y aunque tardaría algunas décadas en recomponerse, volvería.
Este es el momento. No se reconoce al fascismo por sus ideas sino por sus acciones, por su política de resentimiento, el miedo y la ira. Por su incitación a la violencia, egoísmo, nacionalismo asfixiante, necesidad de señalar chivos expiatorios, feroz resistencia al cosmopolitismo, etcétera. Fue Mann precisamente el que hizo una definición de democracia que conviene recordar en estos tiempos de efectos migratorios: “aquella forma de Gobierno y de sociedad que se inspira, por encima de cualquier otra consideración, en la conciencia y el sentimiento de la dignidad del hombre”.
La evolución de la UE hacia la ineficacia crea una casta de ciudadanos desafectos hacia Europa. Sabemos que algunos de los fascistas de hoy son antiguos izquierdistas conversos. Ellos están dispuestos a transformar el eslogan que envió Che Guevara a la Tricontinental (conferencia de solidaridad de los pueblos de América Latina, Asia y África), reunida en La Habana en 1967 (“¡Crear dos, tres, muchos Vietnam!”) por el de “¡Crear dos, tres, muchos Brexit!”.
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