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Columna
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¿Dijsselbloem es de Europa, como Schuman?

El presidente del Eurogrupo cree que las hormigas están en el Norte y las cigarras en el Sur

Joaquín Estefanía
El presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem.
El presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem.EFE

Poco antes de ser nombrado ministro de Finanzas de Alexis Tsipras, en enero de 2015, y de convertirse en un fenómeno mediático masivo, Yanis Varoufakis –que es un excelente economista- actualizó la fábula de La Fontaine, la de la cigarra que holgazanea y de la hormiga que trabaja duro, para explicar lo que le estaban haciendo a sus conciudadanos griegos: desgraciadamente, en Europa predomina la extraña idea de que todas las cigarras viven en el Sur y todas las hormigas en el Norte, cuando en realidad lo que existen son hormigas y cigarras en todas partes; las cigarras del Norte y las del Sur se aliaron para crear una burbuja financiera que las enriqueció, permitiéndoles cantar y vagar durante una década, mientras las hormigas del Norte y del Sur trabajaban en condiciones cada vez más difíciles. Cuando la burbuja estalló, las cigarras del Norte y del Sur decidieron que la culpa la tenían las hormigas del Norte y del Sur; la mejor forma de dar efectividad a este mensaje (de posverdad) era enfrentar a las hormigas del Norte con las hormigas del Sur, contándoles que en el Sur sólo existían cigarras.

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Varoufakis terminó su versión de este cuento con el siguiente pronóstico: “Así, la UE comenzó a fragmentarse, el alemán medio odia al griego medio y el griego medio odia al alemán medio. No tardará el alemán medio en odiar al alemán medio y el griego medio en odiar al griego medio”. Sustituyan el gentilicio “alemán” por el de “holandés” y tendrán el balance más exacto de las palabras pronunciadas la semana pasada por el impresentable presidente del Eurogrupo Jeroen Dijsselbloem, hablando de la crisis del euro y refiriéndose a los devastados países del Sur de Europa: “No puedo gastarme todo mi dinero en licor y mujeres y a continuación pedir ayuda”.

El holandés hizo estas declaraciones apenas unos días antes de la celebración del 60º aniversario del Tratado de Roma, constitutivo de la Unión Europea. Cabe preguntarse qué tiene que ver esa sensibilidad con la de los padres fundadores de Europa. Con cualquiera de ellos. Por ejemplo, con la de Robert Schuman, aquel ministro francés de Asuntos Exteriores que en mayo de 1950 invitó solemnemente a las naciones democráticas europeas a que se asociasen libremente con el propósito de edificar juntos una “Comunidad de destino” sin precedentes en la historia. Contestaron seis países. Cuentan sus biógrafos que Schuman era el tipo del verdadero demócrata, imaginativo y creador, combativo en su suavidad y siempre respetuoso con el adversario. Lo contrario que Dijsselbloem, cuyas últimas declaraciones no pueden considerarse una excepción a su estridencia tradicional.

Lo más peligroso de este tiempo de extremismos no es que ganen los Trump, Wilders, Le Pen, Alternativa por Alemania, Amanecer Dorado o los asombrosos partidos de la libertad, que tanto abundan en la Mitteleuropa y en la Europa más nórdica. Afortunadamente, muchos de ellos no tendrán posibilidad de hacerlo. Lo más inquietante es que contagien con sus ideas racistas, machistas e insolidarias a las formaciones políticas que son el corazón del sistema democrático, de forma que a la crisis de representación política se añada la más formidable ola reaccionaria desde antes de la Segunda Guerra Mundial. El socialdemócrata Dijssenbloem es el ejemplo más representativo de este contagio. Así le ha ido a su partido en las recientes elecciones holandesas.

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