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Chipre busca culpables

Nicosia pide respaldo financiero para salvar a sus bancos de la bancarrota. La isla juega a dos bandas al solicitar un préstamo a la UE y otro a Rusia

Claudi Pérez
El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, y el presidente de Chipre, Dimitris Christofias.
El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, y el presidente de Chipre, Dimitris Christofias. KATIA CHRISTODOULOU (EFE)

Los mordiscos que dejaron las balas salpican las paredes junto a un puesto de vigilancia militar y atestiguan que tras la caída de todos los muros, Nicosia, la capital chipriota, es el último Berlín de Europa. La línea verde que parte en dos mitades la ciudad y la isla sigue ahí desde 1974, fruto del conflicto con Turquía. A menos de 100 metros, en la tienda de cachivaches de Haig Indjirdjian, los mordiscos los da la crisis, que ha obligado a Chipre a pedir ayuda a la UE. “El Mediterráneo es la capital, el corazón y el sexo de Europa; pero sobre todo su cubo de la basura”, dice este tipo de bigotes a lo Del Bosque. Sus ventas ascienden a 55 euros en tres meses: de ahí que su lengua exhiba una lucidez venenosa. “No hay que esperar demasiado de la solidaridad europea: se trata de salvar a los bancos. Hay que mirar a Grecia para intuir lo que nos espera”. “Querido amigo”, dice tras forjar esa amistad en 10 minutos, “las leyes de la economía se resumen en una: los ricos serán más ricos, y los pobres, más pobres”.

Ese último topicazo es pertinente en el último país de Europa gobernado por comunistas: el presidente chipriota, Dimitris Christofias, nunca ha renegado oficialmente de un ideario al viejo estilo de Moscú. A unas decenas de kilómetros de Siria, Chipre es una delicia geopolítica. Con los comunistas en el poder, con un pie en la Unión y una mano en Rusia, con sus lazos con Grecia, con dos bases militares británicas y con ese eterno conflicto turcochipriota por resolver, Nicosia estrena esta semana presidencia europea mientras solicita el rescate a sus socios y les culpa de sus males.

El dinero no huele, pero los aromas de todas las crisis tienen un parecido inquietante. En Chipre, la recesión ha puesto punto final a décadas de crecimiento basado en el turismo y en los servicios financieros: esos fueron los mimbres de lo que aquí llamaron el “milagro chipriota”. En Reikiavik, en Dublín y en Madrid se abusó durante años de ese mismo latiguillo. No fueron más que espejismos. Burbujas. La de Chipre es financiera: la banca suma unos activos que multiplican por ocho el PIB del país. Invertidos, además, en el lugar equivocado: Grecia

No veo que sea un problema pedir ayuda a Moscú Dimitris Christofias, presidente de Chipre

La sede de Laiki, también llamado el Banco del Pueblo, es un imponente edificio de acero y cristal. Ahí hay que buscar el agujero: Laiki necesita 1.800 millones para evitar la bancarrota. Otras entidades están en una situación parecida, y el Estado —con 70.000 funcionarios— tiene dificultades, por lo que se especula con que Nicosia pida hasta 10.000 millones. Se trata de una cifra jupiterina comparada con el tamaño de la economía, unos 18.000 millones, el 0,5% del PIB de la eurozona. El país juega a dos bandas. Ha solicitado un préstamo de 5.000 millones a Moscú. “Rusia no es la URSS de ayer”, cuenta el presidente Christofias a los corresponsales europeos. “Le pedimos dinero porque tenemos fuertes lazos con ellos. No veo que sea un problema”, abunda, en una jugada destinada a ablandar las condiciones de las ayudas europeas.

La presidencia chipriota promete. Por esa paradoja que consiste en que un país casi en bancarrota asuma la bandera de la Unión. Y por alguna historia rocambolesca: en 2009, Chipre se apoderó de un barco con destino a Siria cargado de armas. Apiló esas armas junto a su principal central eléctrica, y cuando hace dos años explotó la carga, acabó con la mitad de la capacidad energética. Esa explosión coincide con el arranque de la crisis chipriota, aunque el Gobierno maneja otra versión: el botón nuclear que activó todas las dificultades fue la suspensión de pagos “voluntaria” de Grecia, impuesta desde Bruselas y Berlín. “Hemos pagado un precio muy alto por nuestra conexión con Grecia”, dice el ministro de Finanzas, Vassos Shiarly. Las fuertes críticas de Nicosia hacia Europa reflejan tanto esa frustración como una actitud beligerante respecto a la negociación del rescate. “Si me pregunta si lo que ha pasado en Grecia es justo para Chipre, la respuesta es no”, avisa Shiarly.

Los desequilibrios típicos del Sur de Europa alcanzan aquí niveles extremos: al cabo, esta es una isla obligada a importar casi todo lo que necesita. Frente a la cura de adelgazamiento que les espera, los chipriotas se aferran a la esperanza que aporta el descubrimiento de una enorme bolsa de gas, que el país va a explotar con la ayuda de una empresa israelí. Más madera: Turquía, Rusia, Grecia, la UE, Reino Unido y ahora Israel. El presidente Christofias explica que ese ha sido siempre el sino de la isla. El tendero Indjirdjian se encoge de hombros cuando se le interpela por el futuro —mala pregunta, siempre— y señala un tablero del que cuelga un aforismo impagable de Lawrence Durrell, que hace medio siglo se afincó en Chipre para enseñar literatura: “La historia es una repetición interminable del modo de vida equivocado”.

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Sobre la firma

Claudi Pérez
Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.

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