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Columna
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No somos los únicos ricos

Casi todo el pescado está vendido en el G-20 que empieza hoy. Será un éxito casi solitario la segura ratificación de los acuerdos de Basilea III que imponen mejor y mayor capitalización a los bancos, aunque se esperan pocos pasos en la definición de asuntos como la regulación especial de los bancos "demasiado grandes para caer".

Constituirán un casi seguro fracaso, de mayor o menor empaque, los desacuerdos sobre la guerra de divisas y la discusión macro (inyecciones de la Fed y otras alteraciones artificiales del precio de las monedas, desequilibrios de balanzas comerciales...).

Y se avizora entre incógnitas el posible avance institucional hacia una gobernanza internacional más estructurada, menos producto de la improvisación, como lo fue, necesariamente, el propio G-20. Si el G-20 está perdiendo algo de fuelle en sus resultados y en su imagen, al menos desde su cumbre de junio en Toronto, es también porque no se trata de un Gobierno propiamente dicho, sino de un organismo que solo se legitima por la acción. Se trata de un ovni, de un ente no insertado en ninguna arquitectura. Cuando la urgencia (el estallido de la crisis) que lo congregó en otoño de hace dos años parece diluirse, también decrece la presión política para llegar a acuerdos.

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Es un formato de "concertación entre países", que no toma propiamente decisiones ejecutivas, las remite o insta a los Gobiernos que lo componen y a las instituciones (bancos centrales, Consejo de Estabilidad Financiera, Banco Internacional de Pagos de Basilea, FMI), es "la gobernanza mundial informal", como retrataba recientemente Jean-Claude Trichet en la Conferencia Política Mundial celebrada en Marraquesh. Pero es también "el escenario donde toma cuerpo el liderazgo".

En ese cónclave y otros conciliábulos de sherpas y expertos toma cuerpo una idea: que el FMI se convierta en la sede de los ministros de Economía, de carácter ejecutivo, y que el G-20 permanezca como cumbre periódica de jefes de Gobierno.

Las ventajas del FMI consisten en que "todo el mundo está representado en él", subrayaba el vicepresidente de la Brookings Institution, Kemal Dervis, y en que, al cabo, el Fondo es una institución emanada de la ONU. De hecho, la Comisión para la Reforma de la Gobernanza del FMI presidida por Trevor Manuel propuso en 2009 crear un Consejo de Ministros con poderes efectivos en el seno del FMI.

Los ministros del G-20 ya acordaron el mes pasado en su reunión preparatoria de la cumbre de hoy un reequilibrio de cuotas y de asientos en el Fondo, a favor de los emergentes. Y es que "el mundo ya no estará dividido entre ricos y pobres, esto se ha acabado, los países desarrollados deben ser conscientes de que están perdiendo el monopolio de la riqueza", alegaba Dervis en la Conferencia Política Mundial.

Pero los emergentes "también deberán asumir responsabilidades en aplicar lo que se decida en conjunto", completaba el comisario europeo Joaquín Almunia. No siempre las asumen. Flojean en exigencia a la banca, en rigor contra el cambio climático.

Europa debería dibujar una hoja de ruta sobre qué relaciones y alianzas quiere trabar con ellos: a lo mejor alguien, aunque sea por causalidad, se pone a ello. Está bien, es justo y necesario ceder poder en el FMI a los emergentes, pero convendría obtener contrapartidas de responsabilidad. Y evitar las tenazas paralizantes que a veces forman con EE UU, como sucedió, vergüenza, en la fracasada cumbre de Copenhague.

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