Reportaje:

El robo de la infancia

Mina y Shanta ponen cara a millones de niños que se ven obligados a trabajar

Mina está satisfecha con su trabajo. No importa que tenga que levantarse a las seis de la mañana y acostarse a la una de la madrugada, siete días a la semana, para ganar 600 takas (6 euros) al mes. Ni recibir gritos e insultos de sus empleadores. "Aquí, por lo menos, no me pegan tanto como en trabajos anteriores. Me dan de comer dos veces al día, tengo algo de ropa, y a veces me dejan ver la televisión", explica. Además, tiene suerte porque el padre de familia no ha abusado sexualmente de ella, algo habitual entre las empleadas domésticas en el subcontinente indio. Mina tiene 10 años, pero ya ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Mina está satisfecha con su trabajo. No importa que tenga que levantarse a las seis de la mañana y acostarse a la una de la madrugada, siete días a la semana, para ganar 600 takas (6 euros) al mes. Ni recibir gritos e insultos de sus empleadores. "Aquí, por lo menos, no me pegan tanto como en trabajos anteriores. Me dan de comer dos veces al día, tengo algo de ropa, y a veces me dejan ver la televisión", explica. Además, tiene suerte porque el padre de familia no ha abusado sexualmente de ella, algo habitual entre las empleadas domésticas en el subcontinente indio. Mina tiene 10 años, pero ya conoce varios casos de niñas que no volverán a serlo más.

No muy lejos del piso en el que ella trabaja como criada, en la capital de Bangladesh, Shanta asegura que solo realiza "pequeñas labores" en una desvencijada fábrica de válvulas. Pero sus manos delatan que este niño de nueve años no se atreve a decir toda la verdad delante de su jefe. Hace unos meses perdió un tercio de un dedo, y un golpe le deformó otro para siempre. "Son cosas que suceden cuando se trabaja en la industria", cuenta, restándole importancia, el propietario de este taller, escondido en el laberinto de callejuelas que conforma el barrio viejo de Dacca.

"En esta casa no me pegan tanto como en otras", dice una criada de 10 años

Curiosamente, el jefe de Shanta sabe bien de lo que habla. Él también sufrió los rigores del trabajo infantil. De hecho, muestra con orgullo propio de una herida de guerra su mano derecha, en la que, desde que tenía 10 años, solo hay cuatro dedos. "Empecé a trabajar con seis años y, gracias a ello, he podido alimentar a una familia numerosa. Desde fuera siempre se considera que los niños no deben trabajar, pero quien dice eso es que no conoce cuál es la situación en un país como este. Las familias lo necesitan", apostilla.

Mina le da la razón. Su padre murió hace años, la madre tiene la cadera rota y está postrada en una silla. De su hermano mayor no tiene noticias. Por eso, sus exiguos ingresos son lo único que mantienen con vida a su progenitora, a la que puede visitar una vez cada dos semanas durante no más de una hora. "Me siento sola", esa es la única queja de Mina, cuya esperanza es estudiar medicina para curarla.

Shanta también necesita los 1.200 takas (12 euros) que le pagan por manejar unas máquinas que no cuentan con ningún tipo de mecanismo de seguridad y para las que no tiene formación. "Tengo tres hermanos y una hermana, y solo mi padre trabaja [en la construcción]. El dinero no es suficiente, así que vengo aquí de ocho de la mañana a cinco de la tarde y aprendo el oficio". A solas, no obstante, reconoce que lo que a él le gustaría es ser profesor.

Tanto Mina como Shanta trabajan en lo que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) considera empleos peligrosos. Y no están solos. En el casco antiguo de Dacca abundan los ejemplos: Mobarak, de 12 años, maneja una prensa; Rydoy, de 10, trabaja en una herrería; Ibrahim, con la misma edad, fabrica perchas para Europa; Rasel, con ocho, transporta ladrillos, y Ashkar, de 11, inhala polvo de aluminio extremadamente peligroso en un taller del que salen cacerolas. Ninguno de ellos cobra más de 1.300 takas (13 euros) al mes, un tercio del salario mínimo del país. Y la capital de Bangladesh es solo una gota en el océano.

Se estima que 115 millones de niños les acompañan en la agricultura, la industria, y el servicio doméstico en todo el mundo. Si se incluyen los empleados en sectores menos arriesgados, la suma da 215 millones de niños trabajadores, siete millones menos que en 2004, de los que el 61% son asiáticos. A este ritmo, lastrado por el efecto de la crisis económica global, el objetivo de erradicar en 2016 la participación de menores en los empleos más peligrosos se antoja una quimera.

"Además, la población considera el trabajo infantil como algo normal", explica Rose Anne Papavero, responsable del programa de protección a la infancia de Unicef en Bangladesh. "Esto hace también que los niños que trabajan sean invisibles para la sociedad. Nadie se plantea si el trabajo que desempeñan los condena a un futuro de pobreza. No abogamos por la erradicación del trabajo infantil, pero sí creemos que se debe garantizar la escolarización como apuesta por el futuro. Ni siquiera se debate sobre si sus condiciones laborales son dignas. Avanzar en estas condiciones es casi imposible".

Shanta, sobre una pila de piezas producidas en la fábrica en la que trabaja.Z. A.
Las manos de Shanta, deformadas por el trabajo.

Con los juguetes no se juega

Cientos de juguetes pasan cada día por las manos de Emon. Pero este adolescente bengalí de 12 años no tiene permiso para jugar con ninguno de ellos. Lo suyo es fabricarlos con una rudimentaria máquina que convierte planchas de plástico de colores en motos y coches que harán las delicias de otros niños en India y Bangladesh. Por 10 horas al día de trabajo cobra el equivalente a 12 euros al mes.

A casi 4.000 kilómetros al este, en la ciudad china de Yiwu, las piezas de Emon serían inmediatamente descartadas por toscas. Es la fábrica mundial del juguete y, aunque no se encuentran niños en las fábricas, la situación de los empleados no es mucho mejor que la de Emon. Según investigaciones llevadas a cabo el pasado verano -época en la que se fabrica la campaña de Navidad- por el diario británico The Guardian, las condiciones laborales siguen siendo similares a las que se encontró este diario en 2007: hasta 140 horas extras semanales, pagas que llegan un mes tarde y multas por hablar o ir al baño sin permiso. Incluso en las subcontratas de las grandes multinacionales.

"Con la crisis, la situación ha empeorado", reconoce Wen Xiqi, una de las empleadas que fue entrevistada por este diario hace cuatro años. Ha cambiado de empresa y ya ingresa casi el 50% más que entonces -en torno a 2.000 yuanes, unos 240 euros, con las horas extras incluidas-, pero dice que la situación se degrada y comprende las recientes protestas en diferentes fábricas. "Los jefes nos dicen que ya casi no hay pedidos por la crisis de Europa, y que no nos pueden pagar a tiempo porque el yuan está muy alto", cuenta por teléfono. "Siempre hay alguna excusa para que jueguen con nosotros".

Archivado En