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Reportaje:

La primavera árabe se tiñe de sangre

Las revueltas populares que desataron la ola de cambio en Túnez y Egipto se encallan en un proceso largo y violento en Libia, Siria y el golfo Pérsico

Enric González

La primavera árabe ha costado ya mucha sangre. Y todo apunta a que este es solo el principio de un proceso largo y violento. Libia sufre una guerra civil que la intervención extranjera no ha decantado hacia los rebeldes; Siria permanece encallada en un círculo de protestas y represión y corre el riesgo de una implosión sectaria de tipo libanés; Bahréin ha sido tomada por tropas saudíes; Yemen se hunde en el caos. Incluso Egipto, cuya revolución resultó relativamente modélica, padece convulsiones sociales y económicas de consecuencias imprevisibles.

Los mismos factores que propiciaron la revuelta obstaculizan un desenlace más o menos pacífico de la misma. La explosión demográfica y la falta de expectativas de una juventud numerosísima, el declive económico, la ausencia de líderes en la oposición y de instituciones sólidas (algo que sí tiene Egipto) y la voluntad de perpetuación de unos regímenes tiránicos hacen difícil que las reivindicaciones básicas de la población árabe, resumibles en dignidad y libertad, puedan verse satisfechas.

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Los Gobiernos se han apresurado a atribuir la revuelta a grupos terroristas de inspiración religiosa "extranjera". En Bahréin, la familia real vio en las manifestaciones una conspiración chií (las protestas eran mayoritariamente chiíes porque estos musulmanes constituyen la clase menos privilegiada) y pidió ayuda militar al Consejo de Cooperación del Golfo, es decir, a Arabia Saudí, la gran potencia regional suní. Ya se ha anunciado que las tropas saudíes seguirán en el país incluso si el 1 de junio se levanta, como está previsto, el estado de emergencia. Eso es algo que Irán, el gigante chií y principal enemigo de los saudíes, califica de "ocupación". Religión e intereses geoestratégicos suelen ir unidos.

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Por encima de las batallas callejeras y de los disparos de las fuerzas de seguridad se libra otro conflicto, diplomático, por el control de la región. Con Estados Unidos casi en fuera de juego (sin alternativas para Libia o Siria, sin otro interés aparente que respaldar a saudíes e israelíes y preservar su base naval en Bahréin, sin credibilidad tras abandonar a su suerte a un aliado tan fiel como el egipcio Hosni Mubarak), Irán y Arabia Saudí son quienes mueven su dinero y sus peones: los Hermanos Musulmanes en el caso saudí, grupos como Hezbolá o Yihad Islámica en el caso iraní.

Turquía, modelo de "islamismo democrático", venía desarrollando una hábil diplomacia acercándose al dúo Irán-Siria sin dañar sus relaciones con EE UU y Arabia Saudí y sin romper del todo con Israel. Ahora no sabe qué hacer. El temor a una ruptura del vecino sirio que diera alas a las aspiraciones nacionalistas de las minorías kurdas en Siria y Turquía empujó ayer al primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, a expresar su apoyo a El Asad porque lo fundamental era, dijo, "preservar la unidad e integridad de Siria". No era lo que querían oír las masas árabes, que veían a Erdogan como un héroe desde que patrocinó la flotilla contra el bloqueo de Gaza.

Siria constituye un caso paradigmático del abismo al que puede asomarse la región si, en efecto, la revuelta adquiere tonos religiosos y sectarios. El poder de la familia El Asad pudo consolidarse gracias a la fragmentación religiosa y social del país, que impedía la formación de movimientos opositores de ámbito nacional. La mayoría suní mantiene una tradición de tolerancia hacia las minorías (al menos en comparación con las matanzas perpetradas en países como Turquía o Líbano), pero cuesta creer, pese al cuidado de los manifestantes en no enarbolar banderas religiosas, que una eventual caída del régimen no desembocara ahora en conflictos con los chiíes alauíes y los cristianos que respaldan al Gobierno. El fantasma de la libanización podría hacerse realidad.

Los asaltos con tanques y artillería a las ciudades de Deraa, Banias y Homs no impidieron que ayer, en un nuevo viernes de ira popular, se reprodujeran las manifestaciones y los disturbios. El Gobierno de Bachar el Asad había anunciado que las fuerzas de seguridad no iban a disparar esta vez contra la multitud, pero al menos tres personas murieron en Homs. Fue un viernes, pese a ello, menos sangriento que los anteriores.

También Egipto es una incógnita. La economía se ha desplomado (el Gobierno estima que desde el inicio de la revuelta se han perdido 3.500 millones de dólares por la caída del turismo y el aumento de los intereses sobre la deuda), las continuas huelgas mantienen la producción semiparalizada y reafloran las viejas inquinas entre suníes salafistas y cristianos coptos. La caída de Mubarak proporcionó más libertad (incluso bajo una dictadura militar de transición), pero ha complicado las condiciones de vida.

El último gran interrogante es el palestino, cuyas dos grandes facciones teóricamente reconciliadas incorporan la batalla estratégica regional (Fatah está con los saudíes, Hamás con los iraníes) y cuya aspiración de conseguir, a partir de septiembre, un Estado propio, podría degenerar en frustración y violencia en caso de concluir, como parece posible, en un fracaso.

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