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Inundaciones
Columna
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Calamidad

A principio de los años noventa acabé por azar en un pueblo costero, en la frontera entre Málaga y Granada. De vez en cuando llovía, lo normal, en otoño, en invierno, en primavera, en la transición del verano al otoño. Y luego pasé por Roma, un año, y allí, también por casualidad, me enseñaron a oír llover como un ciego: el ruido de la lluvia golpeando en las cosas señalaba si estaban cerca o lejos, aquí o allí. Ponías cada cosa en su sitio con los ojos cerrados. Y así, a la vuelta, tuve otra visión de la casa donde vivía en mi pueblo costero, otra visión de mi calle, la calle Angustias. Así son los nombres de las mujeres aquí, Angustias o Dolores o María de los Desamparados.

Cuando llovía la calle sonaba como un río, porque un río corría calle abajo. Descubrí que las casas contaban entre su ajuar con un artilugio raro que sólo aparecía en los días de lluvia, en la puerta. Se trata de un bastidor con una tabla y un plástico, y sirve para que no entre el agua en la vivienda. A principios de los años noventa las alcantarillas era insuficientes, pésimas, o sólo inexistentes. Luego llegó el dinero europeo, las obras sin fin, el alcantarillado hecho y rehecho y nunca bien terminado, la práctica desaparición de los parapetos o minibarricadas contra la lluvia. Siguen existiendo, sin embargo, y alguno aparece todavía en cuanto se pone a llover. Sale de la Andalucía vieja, campesina, marítima, de hondas tradiciones, de pocas alcantarillas y muchos pozos negros.

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Pero en la Andalucía nueva las inundaciones se están convirtiendo en acontecimiento anual. Si antes se daban de tiempo en tiempo, ahora puede haber dos o tres inundaciones al año, en febrero, en agosto y en diciembre, por ejemplo. Es que nunca ha llovido tanto, se disculpan las autoridades. Estas lluvias de hoy son históricas, excepcionales. Yo creo, digan lo que digan, por lo que soy capaz de recordar, que siempre ha llovido alguna vez excepcionalmente: siempre ha llovido así, como estos días, más de una vez. Y tengo una sensación de país calamitoso, apacible y calamitoso, tranquilo, o educado en la resignación de lo inevitable. Porque es calamitosa la insistencia con que se repite aquí la visión de calles, casas, carreteras y vías anegadas y enlodadas. Y este año no es especialmente malo. Como le decía un vecino de Écija a Javier Martín-Arroyo el otro día en estas páginas: "Hace trece años fue peor".

Es previsible, y hasta se estudia en los colegios: los ríos se salen de madre cuando llueve mucho, y por aquí es normal que de vez en cuando llueva de verdad. Llueve, sube el caudal de ríos y arroyos, el río principal no alcanza a contener todas las aguas que recibe, y los valles se inundan con regularidad inexorable. Pero las catástrofes naturales son también obra de los seres humanos, y en la zona se ha colaborado mucho con la naturaleza arisca. Se construyen urbanizaciones en terrenos que se inundarán. Y, donde más riesgo hay, peor se construye, de acuerdo con lo tradicionalmente barato o pobre: las peores casas están en los peores sitios, fabricadas con los peores materiales. La feliz, próspera y desastrosa economía de la zona se ha fundamentado en lo más fácil, en lo que exigía menos imaginación y menos paciencia: la construcción destructiva y compulsiva, dinero rápido que es ahora dinero mojado. Es el momento de que algún promotor valiente lance una nueva rama de la industria constructora: el levantamiento de búnkeres contra las inundaciones, como los que existen en el Golfo de Bengala.

El pasado sin alcantarillas era inestable, precario. Pero se inunda la Andalucía nueva, la casi recién construida, la construida hoy mismo. El presente sigue siendo precario, de malos cimientos, entre la sequía y la tormenta. Y las alcantarillas siguen siendo malas: en cuanto llueve hay atascos en los desagües, malos olores.

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