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Columna
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El pozo del tiempo

A veces me pregunto si el delirio no nos marca una señal del tiempo. Quiero decir que no suele ser raro que juzguemos de pronto como un delirio lo que en tiempos no tan lejanos nos pareció más o menos razonable, hasta el punto de que, aun sin estar de acuerdo con ello, sí estuvimos dispuestos a discutirlo, a dialogar con ello. El delirio no se discute, su simple identificación excluye toda posibilidad de argumento, se sale así del ámbito de lo razonable. Mi pregunta, sin embargo, apunta a la naturaleza de ese cambio, al hecho de que lo que sí ha sido razonable, de pronto deje de serlo. Cambiamos como sujetos, sin duda, y cambian nuestro pensamiento y nuestras valoraciones, una evidencia que no nos cuesta aceptar. La evolución de nuestro pensamiento no nos impide, no obstante, un reconocimiento de lo que antes hayamos podido pensar y hasta nos podemos permitir el esfuerzo de discutirlo. Pero hay algo más que cambia, que no es el sujeto, que no somos nosotros mismos, y que a falta de otro término mejor voy a denominar la realidad. Y es implacable. Lo es también con lo que decimos, y cuando no se reconoce en nuestras palabras es cuando queda en evidencia el delirio.

El pasado domingo escuché el sonido de la campana de la ermita de Arritokieta. Hacía muchos, muchísimos años que no lo oía. Es un tañido largo y monótono, casi más de esquila que de campana, que llama a los fieles a la novena de la Virgen, la patrona de Zumaia. Era un sonido determinante en nuestra infancia, de una manera que seguramente ya no lo es, pues lo que anunciaba en realidad era el fin del verano, de aquellos veranos que iban de virgen a virgen, de la del Carmen, y la bendición de las aguas, a la de Arritokieta. Su débil y persistente sonido anunciaba ya las hojas secas, las horas sombrías, cantaba un pulso que era el de la tristeza. Cuando la escuchaba hace unos días, recordé las sensaciones de antaño, pero no las sentí, es más, dudé de que ya nadie pudiera sentirlas. Aquellos veranos, con sus límites precisos, ya no existen; ahora son personales e intransferibles y los alargamos tanto como el tiempo y el deseo lo permiten. Tampoco hay lugar para las señales y los ritos que los clausuraban. Pervivirán en la memoria, pero en la vida son un anacronismo.

También el pasado domingo escuché de nuevo la campana de ETA. Y recordé sus tañidos anteriores. Y como un viejo verano que quisiéramos hacer realidad de nuevo, aquellos encapuchados eran un anacronismo. Escuché lo que decían, y lo que escuché fue el delirio. Seguramente decían lo mismo que hace veinte, treinta o cuarenta años, pero a diferencia de lo que ocurría entonces, ahora eso que decían ya no resultaba ni siquiera discutible. Si al tañido de la campana de Arritokieta aún le queda el encanto de cierta melancolía, a esa cháchara criminal sólo se le puede asociar el desvarío. Y lo único que merece es desprecio.

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