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Columna
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Derrotismo, fuera de tiesto

Xavier Vidal-Folch

Si Europa no existiese, habría que inventarla. ¿Seguro? Unos tuercen el ceño. La política exterior de la Unión tardará una generación en hacerse la foto. Pero la unión económica va como un cohete. Los derrotistas, por fortuna, apuntan fuera del tiesto. Es cierto que la gobernanza económica europea se fragua al compás de la crisis y forzada por la recesión y la necesidad de dejarla atrás. Pero siempre fue así en los últimos 50 años, a golpe de urgencia, haciendo de necesidad virtud. Esta semana, los ministros de Hacienda de los 27 han dado luz verde (quedan trámites finales) a la nueva arquitectura de supervisión financiera. Para entendernos, a los vigilantes de banqueros, aseguradores y bolsistas, a fin de asegurarse de que no volverán a fabricar una crisis.

Hay que destacar varios datos escénicos que nadie subraya. Primero, que lo han hecho solo una quincena de días hábiles después de que el presidente Obama firmase el 21 de julio su paquete de 2.319 páginas de reforma financiera; con la diferencia de que la mayoría de organismos reguladores y de control previstos en ellas están por desarrollar, y las tres autoridades europeas, encabezadas por el Consejo de Riesgos Sistémicos, entrarán ya en funcionamiento el próximo 1 de enero: la velocidad europea es, pues, correcta, más aún, más que correcta, porque partía de la nada.

Segundo, que la contribución de los españoles al invento (con perdón de los anclados en el 98), no es desdeñable: el informe inicial, que fue publicado el 25 de febrero de 2009 por el Grupo De Larosière, enseguida fue convertido en propuesta de norma por el comisario Joaquín Almunia (entonces en Asuntos Económicos, hoy en Competencia) y catapultado bajo la presidencia semestral española, que organizó un mínimo de 18 trílogos (reuniones de concertación obligatoria entre la Comisión, el Consejo y el Parlamento), maduración institucional recogida ahora por la presidencia belga, a la que le han bastado tres o cuatro encuentros.

Tercero, que la dinámica establecida en torno al G-20 es más fructífera -o sea, arroja más frutos- de lo que parece: los europeos proponen allí lo mejor de sus experiencias y anhelos y el programa de la UE viene a erigirse en la aplicación continental de lo que se decide en el grupo: nunca globalización y regionalización (de un grupo de países) habían ido tan de la mano. Sucede en este tema, y en muchos otros. No es perverso aunar los impulsos positivos (también los hay negativos) de fenómenos en principio tan distantes. Sobre todo, porque todos los grandes desafíos de Europa no son ya de carácter interno, sino de alcance mundial, de la especulación financiera al terrorismo, la paz o las oleadas migratorias, y deben enfocarse, regularse y normativizarse en complicidad con los otros grandes actores globales, influyéndoles.

Más allá de lo escénico, el contenido del acuerdo de los ecofines exhibe dos elementos brillantes, para urticaria de británicos euroescépticos: la preponderancia de la autoridad europea por encima de las nacionales en casos de emergencia o de discrepancia, y el compromiso de que se elaborará una legislación armonizada, común, uniforme o idéntica, sobre la que tendrán que dictaminar los organismos reguladores nacionales y los continentales. Al infierno, pues, con el falso hecho diferencial isleño que impide tomar las decisiones cuando se necesitan, aunque sean perjudiciales para la City.

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