Lo que pudo ser
El fútbol es puntual, los grandes premios tienen día y hora. Bien lo supo España hasta hace dos años, cuando habitualmente metía el turbo en las fases de clasificación y luego gripaba llegada la hora de la verdad. En Austria y Suiza espantó los fantasmas y en Sudáfrica se entronizó. En ambos campeonatos fue, de largo, la mejor selección por cosmética y empeño. Pero también, como le ocurre a todos los ganadores, porque tuvo el viento a favor en esa ruleta de los detalles, esos accidentes tan imprevistos que hacen descarrilar a más de un favorito. A veces, el adversario no te castiga por una siesta inicial; en ocasiones, la pelota no pega tres veces en la escuadra o en los postes, sino que se desvía un centímetro y se estampa en la red, y hay días que quien patina es el portero rival. En el Monumental no es que España fuera apabullada por un día de mal fario, sino que hizo lo suyo para el infortunio.
Vicente del Bosque no atendió al cartel del contrario y fue fiel al tono amistoso del encuentro. De entrada, dio vuelo al segundo batallón y el equipo, destensado, recibió dos azotes en menos de un cuarto de hora. Cuando quiso espabilar, a Sergio Romero le protegieron los postes y Reina no tuvo consuelo. Al contrario que España, Argentina, tiesa en el Mundial africano, se tomó el envite como una cuestión honorífica, como la mejor redención posible ante su frustrada hinchada. Sergio Batista, sucesor interino de Maradona, se jugaba tanto las habichuelas como sus chicos. Nada de fogueo, el técnico argentino apostó con lo mejor y estos argentinos no son unos piernas, ni mucho menos. Cuando gente como Messi, Tévez e Higuaín tienen fuego, cualquier equipo paga su letargo. Lo hizo de inicio España, que se tiró en la hamaca. Un suicidio ante jugadores de semejante rango y frente a una selección que, tras la anarquía maradoniana de Sudáfrica, jugó como un equipo, acorde a las leyes del fútbol, no a las ocurrencias divinas de un entrenador del más allá. Esta Argentina jugó con el oficio de Zanetti, mucho mejor, por más que tenga 37 años, que Jonás u Otamendi; se alineó Gaby Milito, que da la salida al juego que no daban Burdisso, Samuel y Demichelis; logró que Messi tuviera un papel concreto, y sobre todo no se saltó el escalón de los centrocampistas: Mascherano, solo en África, se vio abrigado por Banega y Cambiasso, dos buenos futbolistas. Argentina tuvo un plan para su acuciante reconversión; España, complacida por su estrella y la oscarización asturiana, no tuvo nervio hasta que se sintió al borde de un atropello nada amistoso (en 584 partidos, España solo ha perdido cinco veces por más de tres goles). Ya no tuvo remedio. Le tocó saber perder como siempre ha sabido ganar en estos tiempos de bonanzas. Aprendió, de paso, que con el campeón nunca hay concesiones, máxime si en la oposición hay un conjunto de tanto hueso, un gigante enredado por sus dioses. Y otra lección: lo que pudo ser y no fue. Por gracia para España y desgracia para Argentina. Hay momentos y momentos. Y no todos valen lo mismo.
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