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Reportaje:

"Los de Bin Laden no dudarán en matarme"

El preso yemení de Guantánamo acogido por España hace un mes no podía volver a su país. Había colaborado con el Gobierno de EE UU y fue amenazado de muerte por otros prisioneros

Mónica Ceberio Belaza

Todos en mi unidad me conocen. La gente de Osama Bin Laden sabe quién soy. No dudarán en matarme a mí o a alguien de mi familia". Yasim Mohammed Basardah, el preso 252 de la base de Guantánamo, colaboró con las autoridades norteamericanas. Algunos compañeros lo amenazaron de muerte. Por soplón. No podía volver a Yemen. Quería quedarse en EE UU como refugiado y enrolarse en el Ejército, como declaró ante los tribunales militares estadounidenses. Su destino era un problema para Barack Obama. Ahora está en España. Basardah, de 34 años, es el yemení que aterrizó en Torrejón de Ardoz (Madrid) el pasado 4 de mayo. Es el segundo preso acogido por el Gobierno para facilitar el cierre de la prisión militar.

Yasim Basardah, el preso número 252 de la base, tiene un perfil más de buscavidas que de fanático religioso
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Su identidad era un secreto bien guardado por el Ejecutivo español, que lleva con la máxima discreción todo lo que tiene que ver con los presos que llegan de Guantánamo. Pero la agencia nacional de noticias yemení, Saba, reveló el 17 de mayo dos datos fundamentales para saber de quién se trataba: que se llamaba Yasim y que había colaborado con las autoridades estadounidenses. Solo hay un preso que responda a este perfil: Basardah, un yemení de 29 años con una mujer y un hijo, que ha pasado ocho años como prisionero en la base y que ganó un proceso de hábeas corpus ante la justicia norteamericana en marzo de 2009. EE UU tenía desde entonces la obligación de liberarlo. Y, en efecto, según confirman fuentes conocedoras del caso, es Basardah quien lleva un mes viviendo en una ciudad española.

En Guantánamo estaba amenazado. Tuvo que ser apartado y protegido del resto de sus compañeros casi desde el principio. Días antes del Ramadán de 2004, varios presos del campo Delta, en el que estaba recluido, le pegaron "por espía", según consta en los documentos del Departamento de Defensa en los que figuran algunas de sus declaraciones. En otra ocasión, otros prisioneros lo rociaron con orina.

Él decía estar aterrorizado. "Saad , que ya ha sido liberado, me dijo que si me iba a vivir a lo alto de la luna, me encontrarían; que si lo hacía debajo de ella, también; y que los americanos no harían nada por mí", relató en 2006 a los miembros del tribunal que revisaba su condición de combatiente enemigo ilegal. "Algunos me dijeron que pagarían 100.000 dólares a la mafia para que me encontraran, donde quiera que fuera, y para que me mataran".

El ex preso, que admitió haber sido yihadista, tiene sin embargo un perfil más de buscavidas que de fanático religioso. Nació en Yemen el 1 de enero de 1976. Pasó varios años de su juventud viviendo en Arabia Saudí, donde fue encarcelado más de una vez por trapichear con drogas y robar. No pretendía recaudar dinero para hacer la yihad, sino sobrevivir, sin más.

La guerra santa llegó más tarde. Unos traficantes de droga arrepentidos le hablaron de la posibilidad de ganarse un dinero a través de la yihad. Él aceptó y arreglaron su viaje a Afganistán en 2001, meses antes del ataque contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre. "Yo era muy pobre e influenciable en ese momento", se justificó ante sus captores. "Y cuando estás con los yihadistas, tu familia recibe 500 riales al mes. Lo hice para ganar un salario. Esa fue mi principal motivación". Dice que fue "el peor error de su vida". "Todo por dinero. Y al final solo recibí 100 y 200 dólares, 1.000 riales saudíes y 26 rupias". Ganó en total unos 460 euros.

Viajó a Afganistán desde Sana'a, en Yemen, donde se quedaron su mujer y su hijo. Su periplo le llevó a refugios talibanes en Quetta (Pakistán) y Kandahar (Afganistán); se entrenó con Kalashnikov explosivos y granadas en el campo de Al Farouq durante 21 días. Allí escuchó hablar, en vivo y en directo, a Osama Bin Laden.

Los acontecimientos bélicos se sucedieron. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el 7 de octubre el Ejército norteamericano invadió Afganistán. Daba comienzo la operación Libertad Duradera. Basardah estaba en ese momento en Kabul. Marchó al frente, a Taloqan, a luchar con los talibanes, pero lo hirieron en el pecho en su primer día de batalla.

De Taloqan marchó a Tora Bora, en la frontera afgano-paquistaní, donde el Ejército de EE UU buscó denodadamente a Bin Laden durante semanas. Tras la derrota talibán en la zona, en diciembre, fue a Pakistán. Lo capturaron en 2002.

En Guantánamo, Basardah se afeitó la barba y colaboró con los norteamericanos. Su labor como informante no pasó desapercibida para sus compañeros, que comenzaron a amenazarlo. "Los barbudos y yo somos como gas y fuego en estos momentos", dijo a los norteamericanos. "Si ahora me viera alguno, me diría: 'Es un enemigo de Alá el que está sentado aquí".

No está claro, sin embargo, que la información que facilitaba fuera precisa. Jueces federales han liberado a presos de la base argumentando que los datos inculpatorios aportados por Basardah no eran fiables, que algunos se los había inventado.

Pudo ser una más de las mentiras de Guantánamo, un lugar donde las declaraciones de los presos no pueden ser tenidas en cuenta porque han podido obtenerse bajo tortura; un sitio en el que las imputaciones del Gobierno, en la mayoría de los casos, no están probadas; y donde lo que dicen los informantes, que a cambio de su colaboración obtenían un trato de favor en un entorno de extrema dureza, tampoco es creíble. Basardah tuvo un amigo: un iraquí chií de 35 años, desertor de la Guardia Republicana de Sadam Hussein, que también formaba parte del grupo de informantes del Gobierno norteamericano. "Yo doy información porque si me la guardo, es malo para mí", explicó ante los tribunales militares en 2004. Admitió que su compañero yemení también era colaborador y relató cómo los otros presos los maldecían. Los dos tenían los mismos interrogadores. El iraquí explicó su propio miedo, muy parecido al de Basardah. "Han jurado que me matarán. Y lo harán. Por favor, no me devuelvan a Irak", imploraba. "Tengo miedo. Si voy a América, sera mi hogar". Sus plegarias no fueron atendidas. Fue trasladado a su Irak natal el 17 de enero de 2009.

El yemení Basardah, mientras tanto, luchó por su propia liberación. Y la ganó en marzo de 2009 ante un tribunal federal en Washington. La juez Ellen Segal le concedió el hábeas corpus que había solicitado. Argumentó que, incluso si había merecido la detención como combatiente talibán, su colaboración con el Gobierno norteamericano demostraba que "cualquier lazo con el enemigo había sido disuelto".

Desde entonces estuvo "a la espera de ser liberado". Pero seguía bajo custodia del Gobierno norteamericano, que no tenía dónde mandarlo. "He colaborado hasta tal punto que mucha gente me ha amenazado de muerte", repetía en Guantánamo. "He puesto mi vida en peligro y no puedo volver a mi propio país". Tuvo más suerte que su amigo iraquí. No volvió a Yemen, sino que fue acogido por España, donde está en proceso de rehabilitación.

La recuperación, probablemente, no sera fácil. El palestino Walid Hijazi, que llegó en febrero de Guantánamo, no está aún en condiciones mentales ni siquiera de aprender español. El Gobierno lo ha trasladado del hotel en el que se encontraba a un centro de una ONG. En el caso de Basardah, The Washington Post afirmó, en un artículo de febrero de 2010, y remitiéndose a fuentes gubernamentales, que tenía "serios problemas psicológicos, intentos de suicidio, alucinaciones, un trastorno grave de personalidad y depresión".

Como Walid, Yasim está libre, sin causas pendientes, atendido por una ONG y tratando de recuperarse. Aún quedan otros por llegar. En Guantánamo hay todavía 181 presos de los 779 que han pasado por los campos de prisioneros. La cárcel al margen de la ley que creó el ex presidente George Bush tiene efectos tan duraderos como la "libertad" en nombre de la cual luchó su Ejército en Tora Bora.

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Sobre la firma

Mónica Ceberio Belaza
Reportera y coordinadora de proyectos especiales. Ex directora adjunta de EL PAÍS. Especializada en temas sociales, contó en exclusiva los encuentros entre presos de ETA y sus víctimas. Premio Ortega y Gasset 2014 por 'En la calle, una historia de desahucios' y del Ministerio de Igualdad en 2009 por la serie sobre trata ‘La esclavitud invisible’.

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