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Reportaje:El jueves comienza el Masters de Augusta

El genio y el ídolo

Woods, de vuelta al golf, es el más admirado, el 'número uno' sin discusión, pero el corazón de la gente es del luchador Mickelson

Juan Morenilla

Es tal la expectación, el morbo, las ganas de ver hoy a Tiger Woods haciendo de nuevo cura de humildad ante el mundo, que el Masters de Augusta (empezará el jueves) ha convertido la sala de prensa de la casa-club en un plató televisivo, todo a rebosar de cámaras, casi no cabrá gente, sólo máquinas frente a la máquina, las palabras de Woods en directo por televisión e Internet. Juega El Tigre por primera vez este año y, todo muy calculado, como su carrera entera, debuta en Augusta, el campo del primero de sus 14 títulos grandes, ahí donde sabe que cualquier estridencia está prohibida, si ni siquiera se permite andar deprisa, no digamos gritar o dar voces. Woods sabe que los oficiales vigilarán de cerca a cualquier aficionado que, a riesgo de perder el pase, se atreva a alzar la voz contra Tiger recordándole sus escándalos extramatrimoniales -como todo es negocio, hasta han sacado unas pelotas de golf con las imágenes de sus supuestas amantes-.

Mickelson, más cercano, representa los valores tradicionales
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Woods, el número uno sin discusión, quiere lavar su imagen. En Augusta le acompañará una multitud, pero respetuosa, o más les vale. Otra cosa muy diferente será que la gente anime con fervor a Woods, le dedique palabras de cariño. Eso será difícil. Porque la gente, el aficionado estadounidense, admira a Woods, se queda con la boca abierta viéndole jugar, vibra con sus gestas, pero a quien verdaderamente quiere es a Phil Mickelson, ahora número tres mundial. Nadie discute que Woods ha cambiado el golf para siempre, que el resto de jugadores le debe buena parte de sus sueldos, pero el corazón del aficionado es de Mickelson.

Hace ocho años, Woods ganó el Open de Estados Unidos con tres golpes de ventaja sobre su compatriota. El Tigre ganó su octavo grande, pero cuentan que Mickelson ganó algo mejor, se ganó a Nueva York por su cercanía al aficionado, su carácter alegre, su sonrisa. Ver a Woods (34 años) sobre el campo es como ver desfilar a un robot. Apenas mira a los lados, apenas saluda; como mucho, un protocolario gesto levantando el putter, ningún amago de humanidad. Mickelson (39) es otra cosa. Cuando el año pasado el US Open volvió a Nueva York, el torneo entero se vistió de rosa -gorras, polos, bolsas de palos, las camisetas de los jugadores, caddies y hasta un comentarista de la CBS- en solidaridad con Amy, la esposa de Mickelson, antigua animadora de los Suns de Phoenix, de la NBA, enferma de cáncer de mama. "Bienvenido a casa", le decían a Mickelson, emocionado en público, confesando que su mujer le enviaba cartas y mensajes desde la habitación del hospital. "Phil siempre está dispuesto a estrechar la mano, siempre tiene una sonrisa en la cara y encaja con la gente, habla con ella, mira a las personas a la cara. Es como volver a Arnold Palmer", explicaba un empleado del campo. A Mickelson le cantan el Cumpleaños feliz en el green. A Tiger casi nadie se atreve a hablarle.

Mickelson supone la identificación con el aspirante abnegado y luchador más que con el genio. Si las casas de apuestas, las teles y los patrocinadores pagan lo que sea por Woods, el niño a pie de calle pide el autógrafo de Mickelson. Y ahora, tras el lío de infidelidades de Tiger, Mickelson representa mejor que nadie el nexo con los valores tradicionales estadounidenses, un blanco de buena familia, licenciado en Psicología, muy unido a su abuelo, que coleccionaba banderas de greens, a su padre, que le enseñó a jugar, a la esposa que superó el cáncer, a sus hijos.

Hay quien incluso ve en ellos, en Woods y Mickelson, una reencarnación de Jack Nicklaus y Arnold Palmer. Si Nicklaus lo ganaba todo -ahí están sus 18 grandes, entre ellos seis chaquetas verdes, por las cuatro de Palmer y Woods-, Palmer era el ídolo popular. Nicklaus tardó en enganchar con la gente por su carácter reservado, su golf mucho más mecánico. Cuando Palmer ganó su primer Masters de Augusta, en 1958, los militares de un cuartel cercano, que se encargaban del marcador, crearon un club de seguidores, el Ejército de Arnie, que todavía vive. Entonces apareció la televisión en el golf y la cámara se enamoró de aquel golfista carismático y atrevido. Si Nicklaus y Woods pasarán a la historia, Palmer y Mickelson también serán eternos.

Mickelson y Woods, en el pasado Masters de Augusta.
Mickelson y Woods, en el pasado Masters de Augusta.REUTERS

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Sobre la firma

Juan Morenilla
Es redactor en la sección de Deportes. Estudió Comunicación Audiovisual. Trabajó en la delegación de EL PAÍS en Valencia entre 2000 y 2007. Desde entonces, en Madrid. Además de Deportes, también ha trabajado en la edición de América de EL PAÍS.

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