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Reportaje:100 años de la Gran Vía | Los orígenes

Tres décadas de polémica

Comerciantes, funcionarios, tenderos y religiosos vivían en las 300 casas que se derribaron para la construcción de la arteria

Todo proceso de modernización suele percibirse como una traición contra aquello que se pretende modernizar. La Gran Vía no fue una excepción. Para muchos madrileños, el corazón mismo de la ciudad iba a ser horadado. Las resistencias contra la apertura de esta ancha ruta urbana por el interior de Madrid fueron constantes desde que en el año 1862 fuera ideado para ejecutarla un primer proyecto, perfeccionado en 1882 por el arquitecto Carlos Velasco.

Las ideas invocadas para impulsar la apertura de la Gran Vía procedían de las doctrinas entonces vigentes sobre el higienismo sanitario y también mora. Téngase en cuenta que la superficie edificada de todo Madrid, sin contar los ensanches, apenas rebasaba las 1.400 hectáreas, con un perímetro quebrado de unos 13 kilómetros, 3,5 kilómetros de este a oeste y cuatro kilómetros de norte a sur de la ciudad. Un número de casas no superior a 9.000, agrupadas en 600 manzanas, con 500 calles y apenas media docena de plazas y 80 plazuelas conformaban su trama urbana.

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La zona afectada -la más densa de Madrid- era el área rectangular de caserío angosto y oscuro: unos 300 metros de anchura por 1.400 metros de longitud de los distritos de Centro y Hospicio. Ambos contaban entonces con 97.000 habitantes, una quinta parte de la población madrileña. Históricamente habían habitado esos barrios los famosos chisperos, vinculados a pequeños talleres de metalurgia. Pero el grueso de sus moradores estaba formado por empleados, tenderos, comerciantes, costureras y también por religiosos de ambos sexos, que mantenían en la zona iglesias y conventos de gran extensión. Cuatro de ellos serían demolidos. El oratorio del Caballero de Gracia, obra de Juan de Villanueva, alteraría el primer trazado de la ruta interurbana a cambio de dotarse de fachada nueva.

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Los moradores se mostraban muy reacios a los cambios urbanísticos que se avecinaban. Para la población empobrecida iba a implicar su desplazamiento inexorable hacia barrios periféricos meridionales de la ciudad, los únicos que podrían acogerles por sus bajos ingresos.

Trufada por pequeñas tiendas, aguaduchos y tabernas, así como casas de lenocinio, la sordidez de esa zona del casco interno de Madrid estimulaba lo que las clases biempensantes interpretaban como incitadora de promiscuidad y degradación ambiental. Sin alternativas de viviendas mejores, los planes higienistas traían sin cuidado a los moradores de las calles amenazadas de demolición, aproximadamente un millar y medio de familias que vivían en apretadas casas sin luz ni apenas ventilación, en calles angostas de aceras estrechas o inexistentes, sin plazas, que formaban una inextricable trama entre la calle de Alcalá y la plaza de San Marcial, denominada posteriormente plaza de España. Las calles del Caballero de Gracia, Reina, arranque de Fuencarral, Red de San Luis, Montera, Peligros, Infantas y Desengaño, así como Silva, Leganitos y Jacometrezo configuraban la urdimbre urbana más afectada. Por cierto, en unas casas de la Red de San Luis pertenecientes a Pepita Tudó, la esposa de Manuel Godoy valido de Carlos IV, había residido un siglo antes Francisco de Goya.

Los arquitectos municipales José López Salaberry y Francisco Andrés Octavio modificaron el primitivo proyecto de Carlos Velasco y rompieron con ello el tradicional respeto del diseño de la ciudad por la topografía, como ha subrayado recientemente el arquitecto Rafael Moneo para destacar otro de los aspectos modernizadores que implicó la Gran Vía.

Esta constaría de tres grandes segmentos que abrirían una importante veta al tráfico rodado para enlazar entre sí el ensanche occidental de Madrid hacia Argüelles con el del barrio oriental de Salamanca. Sería también eje de conexión entre el Ministerio de la Guerra, en Cibeles, y los cuarteles de la plaza de San Marcial y del Cuartel de la Montaña, propósito militar oculto pero de importancia estratégica. La nueva ruta poseería tres tramos, el primero desde Alcalá a la conocida como Red de San Luis; el segundo, hasta la plaza del Callao y el último segmento, entre Callao y la futura plaza de España. Los dos nuevos barrios ensanchados se encontraban separados por tan laberíntico caserío como para oscurecer el corazón de la ciudad, que los higienistas se proponían oxigenar.

Hasta hacía apenas unas décadas, Madrid estaba rodeado por una cerca de fines sanitarios y fiscales. Sus tapiales de mampostería y ladrillo retuvieron la expansión de la ciudad hasta que la construcción de los ensanches ahora por conectar, Argüelles y Salamanca, propuestos por los ideólogos de la revolución gloriosa de 1868, acabaron por rebasar tales límites y derribar su atadura.

Todo ello explicaba que hasta 1901 el proyecto de la Gran Vía no encontrara viabilidad plena y que su ejecución se demorara nueve años más. Para que el plan medrada fue necesario, asimismo, que la legislación sobre expropiaciones, hasta entonces vigente y que no satisfacía a nadie, fuera convenientemente modificada. El Ayuntamiento no quería hacerse cargo del monto completo de las obras urbanísticas de aquella envergadura, mientras el Estado, a través del Ministerio de Fomento, remoloneaba también y el capital financiero nacional permanecía en la inopia con la mente fija aún en el festín de las desamortizaciones de bienes de manos muertas de la Iglesia del pasado siglo. Deseaba exenciones fiscales durante 25 años para involucrarse en el proyecto urbano.

Sin embargo, la repatriación de capitales desde América y Filipinas, el imperio recién perdido a manos de Estados Unidos, era un hecho. Había dinero para emprender transformaciones de envergadura como así fue, tras madurar durante 28 años las condiciones para modificar en clave racional la normativa expropiadora y abrirse ante el capital extranjero, primero, y a partir de 1923, al nacional también: gracias a la futura Gran Vía, las perspectivas para los negocios eran bien halagüeñas. Por otra parte, el paro fue esgrimido como una razón más para despejar la ejecución del proyecto, que logró vencer tan enconados obstáculos.

Tan sólo un día antes del 4 de abril de 1910, fecha inaugural de la nueva vía urbana, los periódicos anunciaban en la iglesia de San Sebastián, de la calle de Atocha, el funeral por el alma del maestro Joaquín Valverde, compositor con Federico Chueca de la zarzuela La Gran Vía. Zarzuela de un acto y contenido satírico, había sido estrenada el 2 de julio de 1886 con enorme éxito. Ya desde entonces, esta pieza musical había expresado el malestar de una parte de la población ante el primer proyecto de trazado de la nueva vía. Por ello la polémica ciudadana y municipal más viva había precedido el arranque de la construcción de la nueva ruta urbana, ya que iba a acarrear el derribo de más de casi 300 inmuebles, la desaparición de 14 calles completas y el retrazado de otras 43. La Gran Vía tendría 1,3 kilómetros de longitud, con 25 metros de anchura el primero y último tramos y 35 metros el tramo intermedio.

Aun el sábado 2 de abril, un comerciante de la calle del Caballero de Gracia seguía negándose al desahucio y a culminar así el laborioso desalojo vecinal que precedió al comienzo de las obras. Para allanar los obstáculos, el Ayuntamiento anunció sanciones de 3.000 duros para quienes se opusieran al desalojo, más la exhibición forzosa en plena calle de sus enseres.

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