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La muerte de un grande de las letras | Vida y obra

Se fue el alma literaria de Castilla

Consternación en la sociedad española tras el fallecimiento de Miguel Delibes a los 89 años - El autor erigió un edificio lleno de sencillez y sin artificios

Javier Rodríguez Marcos

"Los amigos me dicen con la mejor voluntad: que conserve usted la cabeza muchos años. ¿Qué cabeza? ¿La mía, la del viejo Eloy, la del señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo? ¿Qué cabeza es la que debo conservar? Antes que a conservar la cabeza muchos años, a lo que debo aspirar ahora es a conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en ese mismo instante frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más". Lúcido de principio a fin, Miguel Delibes usó estas palabras al recibir, "con un punto de melancolía", el Premio Cervantes de 1993. Ayer murió a los 89 años en Valladolid, el lugar en el que había nacido en 1920. Habría cumplido 90 el próximo 17 de octubre.

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Esa ciudad, a la que dedicó su última novela, El hereje, se convirtió desde primera hora en el centro de la desolación de la sociedad española ante la muerte de uno de sus escritores más populares. Porque Delibes, cosa rara, consiguió a la vez el favor de los críticos y el fervor de los lectores. Era además un novelista de los de antes. Se dio a conocer en 1948 con un premio, el Nadal, cuando era un perfecto desconocido y, en un tiempo de trasvase editorial de autores a golpe de cheque, siguió fiel hasta el final a su primer sello, Destino.

Con 20 novelas, una decena de libros de caza y varios de viajes, artículos y cuentos, consiguió sin pretenderlo que se hablara de la Castilla de Delibes como se habla de la Praga de Kafka, del Dublín de Joyce o de la Lisboa de Fernando Pessoa. Y si fue un tipo de escritor en vías de extinción, fue también el gran cronista de un mundo que se acaba, el campo, un territorio siempre a punto de extinguirse que él convirtió en mítico sin moverse un milímetro de la más cruda realidad y sin recurrir a la épica nacional de algunos escritores del 98. El dolor de las novelas de Delibes no es el de España, sino el de los españoles.

De esa extinción y de ese desgarro tratan obras como El disputado voto del señor Cayo (1978) o Los santos inocentes (1981). De eso trató también su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1975, un aviso sobre el peligro que corría la naturaleza que cuatro años más tarde tornó su primer título -El sentido del progreso en mi obra- por otro inequívoco: Un mundo que agoniza. Con el paso de los años tradujo también su célebre frase "No soy un escritor que caza, sino un cazador que escribe" por "Soy un ecologista que escribe y caza".

En el medio siglo que va de La sombra del ciprés es alargada (1948) a El hereje (1998), protagonizadas por dos huérfanos, Miguel Delibes construyó una literatura basada en la sencillez y la ausencia de artificio, en la precisión y el uso depurado de un lenguaje cristalino que siempre supo ahorrar al lector los sudores que él había vertido para alcanzar esa difícil transparencia. Pero fue más allá. Cuando obras como El camino (1950) o Las ratas (1960) le habían asegurado un territorio personal y un cómodo número de lectores, se la jugó. En 1966 Cinco horas con Mario abrió una etapa en la que Delibes demostró que también sabía picar piedra en la mina de la experimentación sin caer en el formalismo fácil.

"Yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía", dijo también en Alcalá aquel día del Cervantes. De hecho, a Miguel Delibes se le deben algunos de los caracteres menos perecederos de la literatura española del siglo XX.

Pero el creador del señor Cayo, la Menchu Sotillo viuda de Mario o el inolvidable Azarías pegado a la milana tuvo su propia biografía. Miembro de una familia de ocho hermanos, su padre era profesor de la Escuela de Comercio de Valladolid y él siempre dijo haber descubierto el gusto por la palabra justa en un manual de Derecho Mercantil.

Cabeza también de una familia numerosa, el escritor enseñó en esa misma escuela, pero su gran oficio fue el de periodista. Empezó como caricaturista en El Norte de Castilla y terminó dirigiendo el periódico entre 1958 y 1963. Ese año chocó con Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo del Gobierno de Franco, y se volcó en sus libros. De la leyenda forma parte la escena del propio narrador recibiendo el 6 de enero en la redacción del diario vallisoletano el teletipo que anunciaba su nombre como ganador de la cuarta edición del Premio Nadal.

Sin salir de su ciudad más que para alcanzar los escenarios de sus libros de viajes (Chile, Praga), Delibes obtuvo todos los premios grandes de la literatura en español, del Príncipe de Asturias (1982) al Cervantes (1993), que recibió rodeado de una cuerda de nietos. Fue también candidato al Nobel, pero rechazó la invitación de José Manuel Lara para ganar el Premio Planeta.

Aunque los estudiantes españoles llevaban años leyendo sus libros en la escuela, su popularidad se multiplicó en 1984 con la adaptación cinematográfica que Mario Camus hizo de su novela favorita, Los santos inocentes, una historia publicada dos años antes sobre la perra vida de los humillados y ofendidos obreros de una finca extremeña.

Hace una década, tras superar un cáncer, el escritor más andariego de la meseta se encerró en casa a leer los periódicos y ver ciclismo y tenis por televisión. Ni siquiera acudía ya a la Academia a defender la permanencia en el diccionario de algún nombre de pájaro. Desde ayer, la grajilla, el cuco y el cárabo tienen un defensor menos.

Miguel Delibes.
Miguel Delibes.EFE
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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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