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Crónica:9 d'Octubre
Crónica
Texto informativo con interpretación

Honras sorollescas en la plaza de Manises

La incertidumbre del 'caso Gürtel' envuelve la recepción oficial de la Generalitat

Miquel Alberola

Después de que el vicesecretario de Comunicación del PP, Esteban González Pons, dejara caer la bomba de racimo, fijando el desenlace para después de las cuatro de la tarde, más de un miembro del Consell se había acordado del bolero de Lucho Gatica Reloj, no marques las horas. Y con esa cadencia como síndrome (las cuatro en el Frank Muller de Ricardo Costa) y las peticiones de dimisión para Francisco Camps coreadas por el Col·lectiu contra la Corrupció, el Palau de la Generalitat abrió las puertas a la recepción oficial.

En los cristales tenebrosos del antifaz de Carlos Fabra se reflejaban algunas expresiones muy agarrotadas, cardados inmemoriales y, sobre todo, un gran angular de invitados con el voto subsidiado zampando canapés de forma despiadada, como si se tratara de un mural apócrifo de Sorolla para la Hispanic Society sobre una gran liquidación de existencias. Y para darle empaque pedagógico, allí estaban Pepe Sancho, Rosita Amores, Arévalo y Santiago Grisolía.

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Pero entre las dos y las tres no hubo ni rastro de Camps, mientras sus fans aguardaban su advenimiento al pie de la fría escalera gótica. Las apuestas de que no bajaría de su aposento estaban cinco a uno. Y subiendo. Para apoyar esta proporción, su mujer, Isabel Bas (la jefa de la farma), despachaba en la plaza de Manises con consejeros y diputados con presteza. La cosa estaba tan madura que sólo el cielo podía saberlo. Quizá por eso el vicepresidente Juan Cotino salía a las tres hacia Roma. Y por si acaso, el Consell había concedido la Alta Distinción al padre Ricardo, como hizo otrora con el trío de ases purpurados (Cañizares, Carles y García-Gasco) y la Congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados.

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Sin embargo, a ras de suelo, la atmósfera se podía trocear como un pudin. Los medios de comunicación buscaban carne picada. Por ello, el consejero Vicente Rambla se colgó de la cola del cometa de la alcaldesa Rita Barberá, que irrumpió con una mocadorà en la que cabía la cabeza de Costa, para romper el asedio de los periodistas y buscar refugio en los empresarios. Estaban casi todos menos Juan Roig, que había cumplido 60 años el día antes y tenía una coartada incontestable.

Alguno parecía afectado y a muchos se les notaba incómodos. Y no eran pocos los que deploraban que el flujo de lixiviados entre varios constructores y el PP estaba infectando la honorabilidad de las empresas de la construcción valencianas, que, además de su difícil situación por la crisis, habían entrado en barrena en los corros radiofónicos ibéricos. Sin embargo, los concurrentes deglutían montaditos de modo tan bullicioso como insaciable, ajenos a ésa y otras hecatombes que planeaban sobre la plaza.

Cuando varios representantes empresariales ya se habían ido, surgió Camps para romper las apuestas. Entró por la puerta trasera, donde se apuesta el pueblo llano, y exhibió su lifting cigomático, con las comisuras izadas hasta las orejas, enfatizando la máscara para transitar la parrilla del caso Gürtel. Se situó bajo un sol capaz de pudrir cadáveres en un instante para dar a entender que hace casi 800 años también Jaume I fue herido de muerte con una ballesta sobre la ceja izquierda y, pese a ello, sobrevivió. Por eso sonreía como el Joker.

Entonces un coro de pensionistas que lo esperaba con adicción lo aclamó: "¡Presidente, presidente!" Y como si se tratara de un juego, se dirigió a los periodistas, a los que había advertido que no hablaría, y los riñó con paternalismo: "Vosotros no lo decís, eh". En ese confortable neumático flotó y se recreó. Nunca tanta gente había estado pendiente como ahora de lo que haga o deje de hacer. Nunca, por consiguiente, su poder había sido tan grande como ahora. Y ahí ha encontrado un territorio en el que columpiarse y medir la sombra que proyecta en su balanceo, mientras su entorno se descompone.

Un invitado impone una insignia a Francisco Camps.
Un invitado impone una insignia a Francisco Camps.MÒNICA TORRES

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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