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Los Presupuestos de 2010 y la reforma fiscal
Columna
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Impuestos e improvisaciones

Ahora que andamos a vueltas con la subida de los impuestos anunciada por el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, convendría recordar que forjan el pacto de ciudadanía. Constituyen el sistema de redistribución que permite al Estado atender las necesidades básicas en el ámbito de la sanidad, de la educación, de las pensiones, de las inversiones públicas. Sin fiscalidad nada es posible. Entre nosotros se admira el Estado social de los países nórdicos, pero nadie atiende a la carga impositiva sobre la que descansa.

Es como si todos estuviéramos alineados con la doctrina Montoro, según la cual la recaudación siempre es directamente proporcional a la bajada de impuestos. El responsable de economía del Partido Popular, que ha adoptado un léxico zafio para referirse a sus adversarios socialistas como "panda de inútiles que han arruinado a España", quiere convencernos de que la verdad se encuentra en la curva de Laffer. Se aferra a ella con la misma convicción que al teorema de Pitágoras con catetos e hipotenusa, todos ellos al cuadrado. Considera como Proust que hay convicciones que crean evidencias. Cuenta a su favor con la satanización de los impuestos, con su consideración de gravamen confiscatorio, de penalización del esfuerzo y el talento, de sopa boba para mantener a los inútiles. Porque, en una vuelta de tuerca adicional y de la mano de los neocons, sus secuaces han pasado de reconocer el mérito de los que logran prosperar a considerar la culpabilidad de los desfavorecidos y de quienes siguen bajo el umbral de la pobreza.

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Todo ello es el resultado de una impregnación ambiente, lograda por el pensamiento único en el que estamos instalados. Sólo así se entiende la acogida que obtuvo la supresión de los impuestos sobre el patrimonio y de sucesiones. Mientras, en los Estados Unidos la propuesta abría un debate al considerar que podría pervertir los orígenes de aquella nación y promover una clase ociosa que todo lo tuviera garantizado por nacimiento, una nueva aristocracia contraria a las oportunidades que a todos deberían brindarse.

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Aquí nadie hizo semejantes planteamientos. En aquellos días, todos, los socialistas también -recuérdese la propuesta adelantada por el secretario general del Partido Socialista de Madrid, Tomás Gómez- rivalizaban por anticipar esas iniciativas derogatorias. Tampoco desde otros ámbitos se escucharon voces críticas que evaluaran las consecuencias. Cuando Francisco Fernández Ordóñez implantó la Declaración de la Renta, los españoles, incluso los humildes, se sintieron más ciudadanos con derecho a exigir. Ahora estamos en los antípodas, en aquello de a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

Con estos conceptos bien atornillados, al Gobierno de Zapatero le acusan de improvisar y ZP se defiende aceptando la acusación y replicando que gobernar también es improvisar. Pero tampoco es así. Gobernar es planificar, es resistir, es decidir las prioridades y es, también, responder a los imponderables. Porque las planificaciones deben modularse y ceder en función de las necesidades que plantean los fenómenos de la naturaleza y otros desastres nacidos de malformaciones y crisis del sistema económico como las que ahora vivimos. Darles respuesta es tarea de gobierno a las que debe atenderse según protocolos para nada improvisados. Cumplir los compromisos con los parados sin perder de vista el déficit ni el monto de la deuda ni la manera de respetar los equilibrios tampoco debe inducir a la improvisación.

Cuando el presidente de Brasil, Luis Ignácio Lula da Silva, subió a la tribuna de la 64ª Asamblea General para hacer la primera intervención, dijo que estábamos más que ante una crisis de grandes bancos, ante una crisis de grandes dogmas. Y precisó que se refería a la doctrina absurda que sostiene que los mercados pueden regularse por sí mismos, sin necesidad de lo que se califica de intromisiones estatales y a la tesis que defiende la absoluta libertad de capitales.

Pero aquí es como si los años de prosperidad hubieran evaporado la solidaridad y se hubiera impuesto el ¡sálvese quien pueda! La procedencia de clase social sólo se invoca por unos para convalidar cualquier vileza en la que hayan incurrido y, por otros, como si fuera un lastre indeseado. ¿Volveremos a medir el prestigio en términos familiares más que personales, conforme al número de generaciones que la familia de cada uno lleva sin trabajar?

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