_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Las lágrimas del (t)error

El policía Eduardo Puelles, según los asesinos y según algunos medios, era simplemente "el jefe del Grupo de Vigilancias Especiales de la policía española en Bilbao", es decir, alguien sin nombre y apellidos, si carne ni hueso, sin mujer ni hijos, ni hermanos, sin amigos, sin quiosquero, sin panadero ni camarero. Según ellos, ETA mató a un tipo, no a una persona, siguiendo el manual de cómo atrapar el cerebro en una madeja indescriptible, de forma que el terrorista nunca piense que ha matado a alguien, sino que ha matado algo.

En el momento que piense en el dolor, en la inutilidad de su bala o de su bomba, en que no puede comprar el periódico porque igual se derrumba, ni puede poner la radio, porque igual no se levanta, ni puede ver la tele porque igual dan un documental de animales y se enternece, entonces igual cambia, es decir, duda, y entonces igual piensa y si piensa deduce, y si deduce llega a conclusiones propias. Y eso es la muerte, donde todo empezó.

Más información
"Mi marido salvaba vidas"

Antes de que alguien asesinara a Eduardo Puelles, veía yo las imágenes de la detención de una terrorista o colaboradora de terroristas (escrito lo cual, no sé cuál es la diferencia) en Getxo. Llegaba llorando al furgón policial mientras cuatro talibanes de la patria vasca le jaleaban. La chica, joven, con toda la vida por delante, quizás con unos estudios que le permitieran ayudar a sus semejantes, lloraba. Y no era de alegría por el jaleo de sus encendidos pero olvidadizos compañeros. Ni siquiera pensé en el ritual de las lágrimas de cocodrilo. De verdad, me parecieron que tenían más que ver con la constatación del error que siempre sucede a la falta de pensamiento. Cuando deja de trabajar el cerebelo y se anula la pulsión del corazón, se llega a territorios inhóspitos de los que sólo te rescata la realidad cotidiana. Aquella chica lloraba por miedo a lo desconocido, por miedo a la Audiencia Nacional, a lo que nunca pensó. Nuca pensó en las víctimas que sufrían el dolor de un asesinato, de una amenaza, de una extorsión. Quizás, como aquel iluminado de Arrigorriaga, sólo pensó que "estaba haciendo algunas cosas por Euskadi".

Quizás eran las lágrimas del error, del sometimiento a la realidad, con una gran diferencia. Porque las suyas no eran las lágrimas de la viuda, ni de los padres, ni de los hijos, ni de sus vecinos, ni de sus conciudadanos, ni del panadero de la esquina. Las suyas eran las lágrimas del error. Las de Paqui Hernández eran las lágrimas ocultas del terror. Hay una sensible diferencia entre aquella chica que escenificaba el error inconmensurable de su vida y la continencia emocional del vacío absoluto de la habitación vacía. Lo primero, lo de la pobre chica que arruinó su vida me dejó insensible, y me di miedo. Lo segundo me hizo llorar, pero no temblar. Entre las lágrimas del error y las del terror hay una sensible diferencia. La que define a los ciudadanos con alma.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_