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El adiós de un gran intelectual de la izquierda
Columna
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Lo más necesario de la vida

Me he enterado esta mañana, al abrir las noticias en la radio. Nunca se sabe bien qué pasa por nuestra mente bañada siempre por la sensibilidad de la que nunca podemos desprendernos, cuando oímos, como un golpe sordo, la noticia. Todas las noticias de muerte, de aniquilación, de pérdida, tienen algo terrible, incomprensible, cuando esas noticias no vienen del horror generalizado con que nos inundan inevitablemente los medios de comunicación, sino que se te acercan, llaman a la memoria concreta de la vida y te dicen que algo próximo, inmediato, ha causado un desgarro, una herida en lo más profundo, en aquello que, junto con el lenguaje, nos hace seres humanos: la amistad. Confieso que, por ese desgarro, me cuesta trabajo escribir estas líneas, a petición de alguien que también quería a Carlos, pero no he sabido, no he podido negarme. Porque en estos años, desde su ingreso en la Academia, en el trato continuo de nuestras comisiones y trabajos en su querida Institución, pude apreciar la extraordinaria personalidad de mi amigo. Ya en mi juventud, aun sin conocerle personalmente y aunque no nos separaban muchos años, fue Carlos, como lo fue para otros universitarios de aquellos tiempos, un referente intelectual, político, humano.

Entre sus muchos dones, poseía el difícil don de la verdadera amistad
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La cercanía de nuestro trato, más allá de los dos volúmenes de su extraordinaria biografía -uno de los documentos personales más importantes de nuestra memoria histórica- me hizo descubrir un ser humano verdaderamente excepcional. Carlos Castilla, entre sus muchos dones, poseía ese que el filósofo llamó "lo más necesario de la vida", el difícil don de la verdadera amistad. Porque precisamente las cosas esenciales de la existencia son fáciles de corromper cuando los intereses, las ambiciones, las miserias mentales y morales irrumpen en los afectos falsificándolos y suplantándolos. Mi amistad con Carlos, que se sentaba a mi izquierda en los plenos de la Academia y con lo que irónica y cariñosamente bromeaba, se intensificó de tal manera que siento su pérdida como la de uno de los cuatro o cinco amigos totales que uno logra en su vida y de cuya existencia te parece imposible prescindir. Porque Carlos pertenecía a esa raza de personalidades verdaderas, auténticas, en el sentido más profundo de tan trivializada palabra, muy alejado de esos personajes de cartón que tantas veces se confunden con ellos.

Quisiera despedirme, ya que soy incapaz de escribir lo que en estos momentos siento, con un texto que una vez comentamos juntos y que escribió el más asombroso filósofo de la amistad: "Si queremos ver nuestro propio rostro, no tenemos más remedio que mirarnos en un espejo. De la misma manera, si deseamos descubrirnos, entendernos, incluso querernos a nosotros mismos, porque somos dignos y decentes, hemos de mirarnos en un amigo, porque el amigo es, como decimos, otro yo". Y en esa identidad, en esa casi única e ideal memoria de la singular amistad, su recuerdo está vivo para mí mientras pueda alentar en mi tiempo el suyo que se nos ha escapado. La memoria, "lo más necesario de la vida".

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