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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

El arte de los espías

Carlos Boyero

Alguien me habla con entusiasmo de Duplicity y sin la menor sofisticación, como en los interrogantes de infancia, le pregunto con tono naíf: "¿De qué es?". Su respuesta me despierta el apetito: "Es de espías". Todavía asocio ese género a sensaciones tan gozosas como maniqueas, a buenos que se hacen pasar por malos, a tiros, a nazis, a guerra fría. Al verla constato con desencanto que el espionaje ya no es bélico sino industrial, que lo que está en juego no son los ideales sino el dinero puro y duro, el mercado, las patentes. Veo y escucho con agrado esta maliciosa y sofisticada historia sobre espías enamorados que no pueden olvidar en su problemática relación la desconfianza, el engaño y el juego que les dicta la profesionalidad, pero pasados unos días me cuesta recordar el argumento, prueba irrefutable de que estos espías modernos me han dejado un poso mínimo.

Hago memoria del cine de espías que me ha perturbado y descubro que no tengo que hacer esfuerzos para sentir cercanas películas muy antiguas, en añorado blanco y negro, plenas de atmósfera y de ambigüedad, en las que los protagonistas y aparentes héroes tienen una conducta siniestra, en las que el bien y el mal son cenagosos e intercambiables. Adicto a las listas (a las propias, no a las ajenas), constato que mis tres películas favoritas de espías, las que puedo revisar infinitas veces con placer e inquietud renovada, se hicieron antes de que yo naciera y las descubrí por primera vez en la adolescencia, en aquellos maravillosos ciclos que dedicaba la vieja televisión (algo impensable actualmente) a los mitos con causa de la historia del cine. Se titulan Encadenados, El tercer hombre y Operación Cicerón.

En Encadenados, ese retrato cumbre de la tensión, la manipulación del sentimiento amoroso, de personajes atractivos con actitud abominable, malvados a los que traicionan e inspiran piedad, Hitchcock tiene la osadía de presentarnos a Cary Grant como un cazanazis y defensor de la libertad que no duda en utilizar como cebo el amor que siente hacia él una mujer con complejo de culpa para que ésta se case con un hombre al que no quiere y acepte la condición de víctima, para que ésta siga el perverso juego aunque sienta en su cuerpo y en su alma que la están envenenando. El romanticismo de esta obra maestra es tortuoso, no tienes claro quiénes son las víctimas ni los verdugos, todo es perturbador y complejo, aunque conozcas el desenlace te sigue poniendo de los nervios que se acabe el champán de la bodega y el cornudo enamorado descubra que su mujer le espía y va a buscarle la ruina.

El protagonista de El tercer hombre sólo aparece en la parte final aunque su seductora y demoniaca personalidad anda flotando desde las primeras secuencias. Se llama Harry Lime, es amoral y cínico, trafica con penicilina adulterada en la ruinosa Viena de la posguerra, admira la sanguinaria Italia del Renacimiento porque la existencia de los Borgia no impidió que convivieran con artistas como Miguel Ángel y Leonardo mientras que Suiza en infinitos años de paz lo único que había logrado inventar era el reloj de cuco, ha hecho trabajos sucios para los aliados y para los soviéticos, se burla de conceptos tan banales como lo correcto y lo incorrecto, sabe que una mujer a la que enamoró perdurablemente y el fiel amigo de la adolescencia, dos perdedores honrados, siempre tendrán serias dudas, a pesar de las evidencias, sobre su monstruosa naturaleza. El tercer hombre posee el aroma de los misterios indescifrables. También el clima de las pesadillas. Graham Greene escribió la novela y Carol Reed firma la película, pero todo en ella lleva el aroma del mejor Welles, aunque aparentemente él se limite a meterse en la piel y en el espíritu de uno de los cabrones más fascinantes de la historia del cine.

Operación Cicerón pertenece a Joseph L. Mankiewicz. O sea, palabras mayores. Probablemente, la inteligencia más afilada y potente, junto a la de Billy Wilder, de los que se han dedicado a contar historias con una cámara, algo perceptible en cualquiera de sus guiones, en la riqueza intelectual de sus personajes, en su expresividad verbal y emocional. Aquí describe con pulso admirable la personalidad del espía perfecto, de un hombre que no trabaja por principios sino por dinero, de un maestro del control y de la apariencia, alguien pragmático y perfeccionista cuyo único punto débil es su certidumbre de que el amor por una aristócrata se puede imponer a la eterna lucha de clases. Eso y la convicción de los nazis de que los informes de un lacayo no pueden ser perfectos logrará que el gran estafador se sienta estafado.

Veo en la portada de este ejemplar de Babelia el noble rostro de John Le Carré. Me cuenta mi amigo Guillermo Altares que ha entrevistado en su casa de Cornualles al creador del Circus. Y me muero de envidia. Nadie ha escrito de los espías con tanto arte como él. La definición es simplista. Le Carré ha hablado con prosa inigualable de las luces y sombras de la naturaleza humana en un trabajo presidido por el engaño, las jugadas del ajedrez, el posibilismo, la astucia, el cálculo, la estrategia. Admitiendo que la literatura de Le Carré sobrevivió a Georges Smiley y al ocaso de la guerra fría para seguir describiendo con enorme lucidez el lamentable estado de las cosas en los lugares más machacados del planeta, reconociendo que se han realizado estimables adaptaciones de esas novelas, el Le Carré que yo amaré siempre se mueve entre Cambridge y el Kremlin, entre los pasos fronterizos del telón de acero y los selectivos clubes de Londres, entre la perpetua batalla que mantienen dos cerebros tan penetrantes como los de Smiley y Karla por conceptos tan resbaladizos y hacia los que sienten escepticismo como el mundo libre y el universo socialista.

El cine entendió con estética y profundidad al deprimido y sabio Smiley, a su gente, a sus enemigos. En la excelente El espía que surgió del frío, Smiley cede el protagonismo a uno de sus hombres, al desdichado Alec Leamas, alguien superado por los horrores que implica su oficio, por la planificada destrucción de tanto inocente y que decide no continuar el simulacro y dejarse matar en el muro de Berlín. En Llamada para el muerto, el sombrío director Sidney Lumet y el siempre modélico actor James Mason entendieron por dentro y por fuera a Smiley, a su adúltera esposa, al amigo traidor. Pero fue la serie de televisión Calderero, sastre, soldado, espía la que más aromáticamente recreó el peligroso mundo del Circus y el genial camaleón Alec Guiness se transformó en el trágico George Smiley, el que siempre imaginamos su ejército de admiradores.

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