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Entrevista:Jesus Franco | ESPECIAL GOYAS 2009

"El cine es, sobre todo, una cuestión de amor"

Elsa Fernández-Santos

A Jesús Franco le gusta escuchar que se parece a Peter Lorre, que su cara algo aniñada y sus ojos saltones son tan expresivos como los del protagonista de M, el vampiro de Düsseldorf. De joven, presume, "aún me parecía más, era igualito". "La Filmoteca de Múnich me ha enviado una copia restaurada de M, tres horas, la versión completa. ¡Qué maravilla! ¡Qué obra maestra! ¡Un prodigio! Verla es descubrir otra película", dice con un entusiasmo contagioso. M es, por supuesto, una de las películas favoritas del director de Gritos en la noche, El castillo de Fu-Manchú, Venus in furs, 99 mujeres, Orgasmo perverso o Necronomicón. Nacido en Madrid en 1936, Jesús Franco recibe el Goya de Honor 2009 por una singular filmografía que ronda las 200 películas, y en las que ha mezclado erotismo y terror, delirio pop y agentes secretos, la música de Chet Baker con el mito de la mujer mantis o el amour fou con la fatalidad de los vampiros. Un fundamentalista del cine de serie B -"mejor Z", suele ser su coletilla- que ahora recibe el consenso de una industria que hasta el momento le había ignorado y ninguneado.

Siempre acompañado por su mujer y una de sus grandes musas, la actriz, coguionista, montadora y directora de cine erótico Lina Romay, Franco recibió en 2007 un homenaje de la Cinemateca Francesa. Bajo el título Jess Franco, fragmentos de una filmografía imposible, Francia se adelantaba así al reconocimiento de una obra dispersa en el laberíntico subsuelo de un cine de sangre de bote, erotómanos románticos, preciosas muñecas encadenadas y tramas de fantasía surrealista. La Cinemateca primero y ahora La Academia y Filmoteca Española recuperan la obra de un hombre que en su libro Memorias del tío Jess (Aguilar) recuerda su infancia en la posguerra, en el seno de una familia intelectual y acomodada de Madrid (es tío del director Ricardo Franco y del escritor Javier Marías), sus inicios como ayudante de Orson Welles en Campanadas a medianoche, su huida a París con la vocación bohemia de ser músico de jazz y su regreso con una pasión inexplicable bajo el brazo: el cine. Jesús Franco dice que un día decidió que era como era, "y no fue una decisión fácil". "Gómez de la Serna escribió una vez: no sé por qué escribo, pero si lo escribo será por algo. Pues eso, yo no sé por qué hago lo que hago, pero si lo hago será por algo".

Entre la coquetería del que quiere aparentar que no pasa nada porque sólo está de paso y la pasión del que, pese a todo, da la vida por lo que hace, Jesús Franco escribe: "Vuelvo a mi cine paralelo con más ahínco que nunca. Con el apoyo ínfimo de unos productores -más que productores, fans de mis películas-, puedo permitirme hacer lo que nunca me dejó la industria, experimentar y trabajar, aprovechándome de los nuevos sistemas audiovisuales, dirigiéndome como siempre a ese grupo multirracial de público sano y puro, abierto a nuevos horizontes. Quiero y juro que voy a lograrlo, ser el más modesto y virulento paladín de un cine libertario, sin tabúes, sin limitaciones. Ahora es nuestro tiempo. A mi alrededor han ido naciendo, madurando y pudriéndose muchas falsas bahianas, estancadas en su glotonería y en su estupidez. Le han pedido al cine fama, gloria y dinero, olvidándose de que el cine es, sobre todo, una cuestión de amor, del que sea, y que el amor es generoso. Y si no queda más remedio, me iré con una cámara a filmar la salida de los obreros de una fábrica cualquiera, que haberlas haylas aún. Y juntos empezaremos la nueva historia del cine. La de verdad".

Jesús Franco está de paso en Madrid. Se mueve por un céntrico hotel en silla de ruedas. Dice que no le fallan las piernas, pero que está cansado.

¿Usted es Joan Almirall, Terry de Corsia, Raymond Dubois, James Lee Johnson, Lulé Laverne o Jess Frank? Ninguno.

Vaya. ¿Y eso? Leyenda. Realmente, sólo he usado cinco nombres. Empecé utilizando seudónimo para los distribuidores extranjeros porque hacía demasiadas películas. Mis nombres siempre han sido homenajes a músicos de jazz muertos. Clifford Brown fue el primero que usé. El mejor trompetista de la historia del jazz murió a los 25 años, en la carretera. Luego utilicé James P. Johnson, pianista de blues también muerto. Luego estaba Charlie Christian, guitarrista genial. Cuando tuve tres, decidí montar un quinteto y añadí a Slam Stewart, bajista. Y luego al único blanco del grupo, Dave Tough. Pero el resto de los nombres son inventados, y no por mí, sino por productores y distribuidores. Algo ridículo.

¿Y lo de Jess? Esa tontería. Bueno, así me llamaban en París, porque en aquellos años, tiempos del franquismo más cerrado, llegar a París y llamarse Jesús, como Jesucristo, y Franco, como el caudillo, pues era un cachondeo.

Usted empieza su autobiografía con una frase de Gila: "El día que nací yo, mi madre no estaba en casa. Así que bajé y le dije a la portera: señora Patro, he nacido; soy niño". ¿Nunca le falla el sentido del humor? No. Aunque algunos no lo entienden y supongo que para ellos sí falla. Gila era muy amigo mío y lo pasábamos muy bien juntos, hablando todo el día de gilipolleces. Pero nunca ha estado valorado a la altura que merecía. En cualquier país civilizado, Gila hubiese sido considerado como un Ionesco, pero como no era francés o rumano, pues nada... Nos tocó un pasado muy negro y nefasto, y no está tan lejos, ahí sigue.

¿Dónde? La España fascista es muy chulita y asoma por muchos sitios, la programación de la televisión, la incultura...

¿La marginalidad ha sido para usted una salida? La única salida. O me declaraba marginal o me condenaba a la más absoluta infelicidad. O estaba al margen o estaba jodido. Yo soy de izquierdas de verdad, mis sentimientos no son exactamente marxistas porque el marxismo fracasó, pero, pese a todo, esas ideas prevalecen.

Y ¿qué es hoy ser de izquierdas? Ser un librepensador que no admite tonterías ni de la sociedad ni del establishment, alguien a quien el qué dirán no le importa. Haz lo quieras y sé feliz. Fuera servidumbres. No comulgo con ruedas de molino ni con ruedas de nada. No soporto las poses y defiendo esa declaración de Cocteau que dice: "Las rosas huelen mal". Pues eso, que si te parece que las rosas huelen mal no digas que huelen bien.

¿Y la servidumbre de la familia? Ésa es la primera de la que hay que librarse. En la mía eran unos pijos. Pero no me llevo mal con ellos, ni bien tampoco.

Todo el mundo le conoce, ahora Goya de honor, pero ¿usted cree que han visto sus películas? ¡No! Casi nadie ha visto mis películas; han hablado de ellas, eso sí. "Cuidado, Franco ha hecho otra de sus barbaridades", pero no las han visto. Es sólo la leyenda, revalorizar el mito del maldito. Y ni siquiera hablo del público, hablo del 90% de los que me han votado, los académicos, ésos tampoco saben nada de mis películas, no las conocen. Como mucho han visto un cacho de Miss muerte, nada más. Cada vez que alguien me felicita por mi cine, le pregunto qué películas mías conoce y siempre pasa lo mismo: nada de nada, no han visto ni una.

Y ¿no le molesta? En definitiva, si no han visto sus películas, ¿de qué hablan entonces? No, porque eso implicaría un fracaso y no me siento un fracasado. Al fin y al cabo, estoy encantado de la vida por haber transitado por ella sintiéndome libre. Además, yo tengo mi público. Antes tenía 20 fans, pero 20 en el mundo entero. Uno por país, más o menos. Los 20 pasaron a 200; los 200, a 2.000, y los 2.000, a 20.000. Son pocos, pero me entienden. Y eso ya es un éxito. Cuando la Cinemateca Francesa hizo mi ciclo, la sala de 500 personas estaba siempre llena. Y todos eran jóvenes.

Y aunque sean pocos, supongo que necesita saber que alguien disfruta con lo que hace . Claro. Y ésa es una de las cosas que le mantienen a uno con vida. Que no te comprenda nadie es una atrocidad. Yo, conocedor más o menos de las limitaciones de los demás y de las propias mías, me he conformado con un número muy limitado de seguidores.

¿Los 20? Sí, los 20. Porque yo llegaba a París y me encontraba con uno de esos 20 y no me dejaba en paz. Esos loquitos me hacían muy feliz. ¡Pero ahora ya tengo muchos más!

Ahora su cine hasta es de culto entre las jóvenes lesbianas. Es cierto, en Málaga me lo habían comentado. Porque mis películas no son de macho, nada de peludos gilipollas. A mí me gusta rodar con chicas guapas, y si son cojonudas, mejor. Pero nunca he sido un machista, todo lo contrario. Yo he tratado muy bien a las mujeres, con mucha admiración, y eso se nota en mis películas. Además, las lesbianas suelen ser mujeres muy libres, de las que aguantan mucho para mantener el tipo, y yo gusto a las mujeres así.

¿Qué se entiende hoy por cine erótico? Hoy la gente confunde cine erótico y porno.

Y ¿cuál es la diferencia? El porno es el erotismo hecho por imbéciles. Digamos que, en esta vida, el que más y el que menos ha tenido la oportunidad de echar un polvo, así que no es algo muy especial. El erotismo, sin embargo, es un elemento más esencial y más complejo. Al sistema no le gusta el erotismo porque le da miedo, es un sentimiento muy profundo que hay que conocer y practicar y que no debemos confundir con tonterías. Y no hay que sentir rechazo por él, porque es un mundo de sugerencias maravillosas en el que todo puede ser posible.

Pero ¿ya no hay erotismo? En la atmósfera, mucho. En el cine, muy poco. Hasta que la gente no sea más civilizada seguirá siendo un género restringido a unos pocos. ¿Por qué si no se cree que yo soy eso que llaman un libertario marginal?

Y ¿a quién le dedicará su Goya...? Lo mío es improvisar, para eso soy trompetista, porque yo estudié piano, pero lo mío es la trompeta. Improvisaré, sin dar lecciones magistrales, que no soy maestro de nadie. Quizá le dé las gracias a Juan Antonio Bardem, porque me dio la posibilidad de ser cineasta, y a la Cinemateca Francesa, porque si aprendí a hacer cine, lo que se hace y por qué se hace, fue gracias a lo que allí vi. Bueno, y a mi querida esposa, que me ha enseñado mucho y que me ha ayudado y me ayuda cada día a vivir. Y al lema de mi vida, que me lo regaló Berlanga, que para hacer una película sólo se necesita "una cámara y libertad".

La libertad que no encontró en Madrid. Creo que no le gusta mucho esta ciudad. ¿Por qué? Llegó la democracia y decidió marcharse. Nací en Madrid, pero nadie me preguntó. Como canta Maxime Le Forestier, genial cantautor francés, yo no me he inventado las aceras por las que he vivido. Las cosas mías son muy sencillas, muy simples. Cuando llegó la muerte del hombre aquel volvimos a Madrid. Lina se quedó durmiendo en el hotel y yo fui al ministerio. Recuerdo que estaba subiendo en el ascensor cuando me encontré con los mismos hombres de siempre, y que cuando dijeron: "Hombre, ha vuelto el hijo pródigo", contesté: "Paren que me bajo y que os den morcilla". Y al ver que todo era lo mismo, me bajé. Y me fui otra vez. Y trabajé en otros países. ¿Y por qué trabajé en otros países sin parar? ¿Por qué, se preguntará usted? Muy sencillo: porque hablo idiomas. Y ésa ha sido la gran diferencia con la mayoría de mis congéneres, que yo hablaba idiomas y ellos ni caló.

Por lo que parece, los ascensores son importantes en su biografía. Creo que a Lina también la conoció en uno. Sí. Ella subía en el ascensor para visitar a su novio, que era el fotógrafo -y muy bueno- de mi película. Nos conocimos perfectamente en aquel ascensor. Ella iba al cuarto piso y allí nos encontramos otra vez.

Y aquí siguen. Hemos sido muy amigos, muy cómplices. Estar juntos nos ha ayudado a que todo fuera más fácil. Ella ha sido fiel a mis principios y a mi manera de ver la vida. Y eso no era fácil.

Pero ¿por qué se fue entonces? Pues porque me prohibieron proyectos que para mí eran fundamentales. Y lo hicieron porque sí, por las buenas. Me lo pusieron muy difícil y yo decidí no tragar, ser un libertario total. Esa decisión implicaba la felicidad, pero también ciertas limitaciones. Pensamos que podíamos ser felices sin dinero y que, a pesar de las limitaciones, no nos avergonzaríamos de lo que hacíamos.

Y ¿de qué han vivido? De un productor de Brooklyn, que dentro de las medidas de sus posibilidades hace películas, y de otro amigo productor, más irregular, pero que sí tiene dinero y vive en Francia. Se puede vivir haciendo películas baratas.

Y ¿qué se quedó por el camino? Todavía me duele La rebelión de los colgados, en los sesenta. Era una historia genial, yo la adoraba. Pero querían cambiarla entera y dije lo mismo que he dicho siempre: "Yo no quito nada". Adoraba aquella novela de Bruno Taverns, otro de mis ídolos, un escritor maldito, pero no me dejaron hacerla.

Y ¿por qué vive en Málaga? En Málaga podíamos vivir haciendo lo que nos gusta de manera autónoma y aguantando menos chulería. Nos fuimos en el 96 y allí seguimos.

¿Cuál es la película más barata que ha hecho? Las hacía por un millón de pesetas de las de antes.

Y ¿qué hace falta para eso? Un equipo pequeño y fiel, una cámara y, como he dicho antes, mucha libertad.

Y ¿cuál es la primera película que recuerda? A los ocho años, La corona de hierro, de Alejandro Blaseti. Me fascinó. Blaseti y sus guionistas se inventaron el cine de El señor de los anillos. Pero las películas que más me influyeron fueron otras, cuatro o cinco: El hundimiento de la casa Usher, de Jean Epstein; La tumba india, pero no la versión de Fritz Lang, sino una versión nazi muy libre; la protagonista era una de las mujeres más bellas de la historia del cine, La Jana. Era una película erótica pero inteligente, que de manera muy hábil esquivaba el régimen, tenía muchas ideas. Y está El tigre de Esnapur y, sí, aunque nadie se lo espere, El ladrón de bicicletas. Y no puede faltar La dama desconocida, de Robert Siodmak, que me enseñó la economía del relato, saber que lo que se puede contar en un plano no se debe contar en dos.

Y de ese santuario falta Orson Welles, ¿no? Otro de sus maestros y un hombre muy particular. Y tan particular, un tipo del midwest que decide que quiere ser Manolete y se viene a España a aprender a torear. Sabía de todo, y cuando trabajé con él en Campanadas a medianoche lo aprendí todo. Era capaz de entrar aquí y en diez horas convertir esto en una taberna de los años veinte de Nueva Orleans. Con poquísimos elementos creaba un decorado perfecto. Creo que es la persona con la que más he hablado de jazz y flamenco, los músicos le respetaban mucho porque sabía un huevo. Cultísimo.

Y hoy ¿le interesa alguien? Hay cosas de Manoel de Oliveira, que me parece de los pocos que sigue experimentando y que se permite hacer una película con 20 planos quietos.

¿Y Godard? Godard es Dios. Es la transgresión personificada. Está revolucionando el cine. Si alguien puede dignificar otra vez el cine y devolverle su importancia, ése es Godard. Su sensibilidad y su talento son extraordinarios.

Es curioso que usted sea bandera de cierta pose cínica y antierudita ante el cine. Lo contrario de lo que Godard representa. El cinismo es de los vendidos, de los que no son sinceros. Para mí Godard es muy respetable y, claro, se lo cree.

Y usted ¿se lo cree? Pues claro. Lo que pasa es que no me entienden. ¿Y qué pasa si no me entienden? Pues que ya me entenderán. Mal que le pese a muchos, yo soy un autor, a lo mejor malo, pero desde luego autor. Es como ese productor que le dijo a Godard que quitara un diálogo que no se entendía y Godard le respondió que si no se entiende, que entonces se fijen más y aprendan a afinar el oído.

Usted quería ser músico y siempre dice que la música es fundamental para usted. Pero, entonces, ¿por qué apostó más por el cine que por la música?Bueno, tuve que elegir. Eran mis dos pasiones desenfrenadas y llega un momento en la vida en que no se puede vivir con dos pasiones, tenía que quedarme con una de ellas. Así que reflexioné como un idiota durante unos días y tomé una decisión: apostar por el cine; la música era importante, pero no me llenaba tanto. El cine es un arte complejo, que me obligaba a abrir más la cabeza. El jazz era más solitario. El cine es un instrumento maravilloso y es el arte de nuestro tiempo, pero tampoco es mucho más. Entre Joyce y John Ford me temo que prevalece Joyce. No hay que presumir. El cine no es lo más grande del mundo y Hamlet está por encima de Las uvas de la ira, que probablemente es una de mis películas favoritas.

¿Por qué? Porque la literatura es más hermosa. Más dura y más contundente.

Pero el cine tiene... ¿Ensoñación? Sí, el cine tiene una capacidad de ensoñación superior a casi nada, pero también Joyce lo tiene y es, además, trascendente en cada página. El cine aguanta peor el paso del tiempo. Lo más maravilloso del cine es también su propia trampa.

Y el cine ¿no puede ser trascendente? No. Ése no es su cometido. Si fuera así, sería una pedantería, y el cine está hecho para todo el mundo. El cine está hecho para divertir, nació en una barraca de feria y sigue siendo una ilusión de feria. Y eso está muy bien y no hay por qué tocarlo, porque puede llenar nuestra vida de fantasía y de un mundo mejor al nuestro. El cine nos lleva a un mundo mejor. Julián Marías, familiar mío, decía que, mientras en el teatro perteneces a una colectividad, en el cine, no. En el cine, tú estás solo con Ingrid Bergman, y tú, al estar solo con esos héroes, con Marlon Brando, con quien quieras, compartes con ellos todo el espacio. Pero ese espacio desaparece cuando termina la película y en seguida vuelves a tu ser. Esa ensoñación se acaba, es muy corta. Pero, en cambio, la ensoñación del Ulises es para toda la vida. Se va a escandalizar, pero para mí Gila es como Joyce, es esa escuela, yo creo en eso, en esa incorrección, en ese surrealismo inconectado, en las contradicciones de la sociedad. Lo que pasa es que Joyce tenía el prestigio de Irlanda, de un mundo en descomposición, y el otro sólo tenía a un general que no acababa nunca de fallarnos.

¿Ésa ha sido la diferencia? Sí, cuarenta años de paz en los que nos han ido jodiendo poco a poco. Cuarenta años en los que cada mañana nos caía una gota de agua fría en la cabeza.

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Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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