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Columna
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Héroes modernos

Siempre me ha fascinado el empecinamiento humano en llegar más lejos. Todo empezó un día de enero de hace casi 40 años. Me habían regalado por Reyes un microscopio escolar con objetivos regulables y dos lentes de aumento. Lo primero que observé a través de ellas fue una gota de mi propia sangre, un brote minúsculo del tamaño de un granito de pimienta roja. Lo deposité en un cristal sobre la platina y entonces maravillada pude contemplar el universo prodigioso de los hematíes, leucocitos y plaquetas como si fuera el mapa de un planeta desconocido. Aquel descubrimiento estuvo a punto de orientar mi vida hacía la deriva científica de haber tenido talento suficiente para ello y si no se hubieran cruzado por medio unas cuantas novelas. De todos modos continué siendo una devoradora compulsiva de enciclopedias científicas y en mi particular olimpo infantil junto a Ulises y Lawrence de Arabia, reinaban también con toda su gloria el doctor Fleming, Madame Curie y el dios Darwin con su barba salvaje.

Vengo a contarles esto a raíz de una noticia sobre el primer transplante de un órgano repoblado con células madre. La paciente, Claudia Castillo, una colombiana de treinta y pocos años, tenía gravísimos problemas respiratorios como consecuencia de una tuberculosis que le arrasó un pulmón y parte de la tráquea. La operación consistía en extraerle a la chica células madre de su propia cadera para repoblar con ellas la tráquea de un donante y evitar así el rechazo y los consiguientes problemas inmunológicos. De modo que le extrajeron las células y las enviaron a la Universidad de Bristol donde el investigador Martin Birchall, sería el encargado de tratarlas. Una vez listas debían volver a Barcelona en menos de 16 horas para poder realizar el transplante. Hasta aquí todo en orden. El problema es que el avión en el que debían viajar las células, un vuelo de Easyjet, se negó en el último momento a transportar material quirúrgico. Y es aquí donde empieza la épica de unos científicos aislados en la burbuja de cristal de su laboratorio y acostumbrados a vérselas sólo con dendritas y condrocitos, que de pronto se ven obligados a ponerse el traje de Indiana Jones y salir al mundo real para que una madre colombiana de dos hijos tuviera su tráquea antes de que fuera demasiado tarde. Se plantearon todas las posibilidades, incluso la de conducir ellos mismos en coche en un viaje contrarreloj de Bristol a Barcelona, pero el tiempo era muy justo y un simple pinchazo podría echar por tierra años enteros de trabajo y retrasar la aplicación de una técnica pionera destinada a salvar miles de vidas en todo el mundo. Había que actuar rápido. Y lo hicieron. El mismo Doctor Birchall se puso al frente de la operación y no paró hasta que en un tiempo récord consiguió no sólo un avión, sino también a un valiente cirujano torácico dispuesto a pilotarlo cruzando el canal con una niebla tan espesa como un puré de guisantes. Pagó todos los gastos de su bolsillo y la tráquea llegó a tiempo al hospital Clínico de Barcelona. Claudia ya puede respirar. La vimos todos en televisión agradeciendo la hazaña a sus héroes. Fue entonces cuando me acordé de la famosa frase de Churchill referida a unos pilotos de la RAF que también cruzaron el canal un día de niebla: Nunca tantos debieron tanto a tan pocos.

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