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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una verdad incómoda

La ciencia-ficción no existió como género cinematográfico plenamente articulado hasta los cincuenta: Ultimátum a la Tierra (1951) de Robert Wise no fue sólo una película notable, sino, por decirlo de algún modo, uno de los textos fundacionales de todo un (complejo) discurso genérico. En ella se concentraban las claves de un cine que no siempre iba a ser tan ambicioso, pero que, de entrada, puso el más preciso catálogo de metáforas perdurables al servicio de las paranoias y ansiedades colectivas de los años de la guerra fría. Volver, por tanto, a Ultimátum a la Tierra requiere valor. O inconsciencia. Scott Derrickson, que ya aplicó una mirada heterodoxa (y realista) sobre el subgénero de las posesiones infernales en la parcialmente interesante El exorcismo de Emily Rose (2005), ha tenido ese valor y esa inconsciencia: su relectura nace condenada a la incomprensión, pero, contra todo pronóstico, no es tan mala como sus apriorísticos detractores quieren. Del mismo modo, la estólida interpretación de Keanu Reeves, en la piel de Klaatu -un extraterrestre incómodo en su envoltorio terrícola-, es consecuente con las exigencias de un personaje en estado de permanente desajuste.

ULTIMÁTUM A LA TIERRA

Dirección: Scott Derrickson

Intérpretes: Keanu Reeves, Jennifer Connelly, Kathy Bates, Jaden smith.

Género: Ciencia-ficción. EE UU, 2008.

Duración: 103 minutos.

En este remake, los visitantes extraterrestres llegan a la Tierra con tanta conciencia ecológica que uno se sentiría en la tentación de rebautizar al imponente robot como Al Gort -disculpen el chiste-. Lejos de reprender a la humanidad por su belicismo, aquí se recurre a otra verdad incómoda: su tendencia a tratar tan habitable planeta "como se trata al prójimo". Los hallazgos están en lo iconográfico: las sombras de los árboles retirándose ante la mirada de los expectantes testigos del aterrizaje, la primera aparición de Gort y la sustitución del icónico platillo volante de los cincuenta por fluidas esferas New Age aportan suficientes pruebas de que Derrickson es cineasta de una sofisticación visual sin correspondencia con su titubeante fuerza narrativa.

Si el primer Ultimátum a la Tierra demostró que la ciencia-ficción servía para que la colectividad diera nueva forma a sus miedos, el segundo podría postularse no como su remake, sino como su contrario: una pesadilla impecable en sus formas que no tiene demasiado claro a qué miedo servir de metáfora.

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