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Columna
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El otro Lorca

Y al fin, seres que sólo pertenecían al imperio borroso de la fotografía y al de los recuerdos que se van destiñendo en esas salitas a media luz donde vegetan los ancianos regresarán de las tinieblas y contarán con una piadosa paletada de tierra que envuelva sus huesos. Gente que aniquiló el destino, así, por las buenas, con un redoble de fusiles frente a una cuneta de la que huyeron las bandadas de tordos, tendrá de nuevo nombre y lugar definitivo de residencia, junto a una fecha que de una buena vez, grabada sobre metal o mármol, indique el día de su salida del mundo. Por fin parece que empieza a reconocerse el derecho de las familias a velar a sus muertos, a contar con una parcela hasta la que peregrinar los primeros de noviembre y sobre cuyas urnas, que el tiempo irá cubriendo de los desconchones preceptivos, puedan abandonar los crisantemos y las flores que nacieron para pudrirse entre piedras. Los descendientes de esa nación de fantasmas asesinados en nuestra Guerra Civil merecen un lugar de recogimiento, una habitación aparte en la que reunirse con los restos que pueblan sus pesadillas y que reclaman desde la madrugada una lápida: un testimonio tajante de que han pasado por la tierra y fueron algo más que murmullos en voz baja o ropa embalsamada por el alcanfor. Venerar a los caídos por los diversos absurdos de la Historia no debería convertirse en carne mediática, en pretexto para más fanfarria y crespones en los ayuntamientos, porque el dolor se parece a la música de cámara y ofrece sus timbres más sinceros y profundos en cuartos cerrados, a salvo de los instrumentos de viento hechos para la plaza pública y el día de la patria. Los muertos deben recuperar sus calaveras para que sus familias se vuelvan hacia ellas en busca de respuestas, o de más preguntas: colocarlas en escaparates sólo servirá para volver más obscenos los orificios de bala que las injurian.

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Por mi parte, comprendo perfectamente que los allegados de García Lorca miren con desagrado la perspectiva de arrancar sus restos de la fosa común que les protege del entusiasmo de sus admiradores. Contemplarán, con razón, un futuro probable en que esos despojos, ya suficientemente ultrajados, servirán como coartada a un monumento lleno de excesos, a placas descorridas entre ovaciones y discursos aliñados con la previsible ensalada de adjetivos, a romerías sangrantes, en cierta mañana de cierto mes, de japoneses que buscan retratarse junto al busto del poeta que murió por la democracia. Los sentimientos suelen ser de uso privado y se deforman al adquirir valor de cambio: el respeto a la obra y el calvario particular de un hombre que militó en el bando equivocado durante el tiempo de los lobos corre el peligro de convertirse en una feria y en la excusa para entonar himnos que le tocaron sólo de lejos. Quienes pretenden rescatar la osamenta de Lorca de los escombros no rastrillan la turba en busca del individuo bajito, quizá acomplejado, cuyo cráneo se sentía incómodo en la cima de la camisa y sufría dispepsia con el pescado adobado; los detalles triviales de la carne y el sudor les son ajenos, porque ellos sólo reclaman un símbolo. Quiero decir: un conjunto de reliquias frente al que rezar o cuyo polvo retirar en pos de versos sin rematar, un centro de peregrinación, un ideal, una mentira. Se me dirá que el destino inevitable de toda figura mítica es la fantasía y el anhelo de quienes la veneran, y que las circunstancias de su muerte y algunas páginas señeras han elevado al granadino al rango del menaje platónico. Quizá así sea; pero su familia, cuyos deseos al fin y al cabo son los que todos deberíamos acatar, también tienen derecho a recordar en silencio al otro, al que queda más acá de los focos y también se comía las uñas o se quejaba de desamparo en las tardes de lluvia.

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