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Columna
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De premios y otras historias

Andoni Zubizarreta

Volvió el campeón de Europa, volvió la mejor selección de este continente nuestro, volvió el equipo que hace unos meses elevó al fútbol español a la categoría de aquéllos que han creado un estilo, una marca, una forma de resolver las preguntas cotidianas, las habituales, las clásicas, con respuestas nuevas, innovadoras, diferentes a las acostumbradas. Vaya comienzo tan trascendental que me ha salido para explicar simplemente que la selección española de fútbol (conviene recordar lo de fútbol, ya que tras los Juegos hemos descubierto -espero que para estas alturas de septiembre no se nos hayan olvidado- que hay muchas, muchísimas selecciones españolas) ha vuelto a la actividad, esta vez con la vista puesta en ser campeona del mundo.

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Ya sé que, dicho de esta forma, podría parecer excesivamente elevado, pero hay que recordar que se es campeón si se está en el bombo definitivo y eso sólo se consigue si se logra la clasificación. Y es que muchos se suelen subir a estos trenes en la última parada, olvidándose de las estaciones intermedias, olvidando que uno no llega a la final de Johanesburgo sin pasar por Bosnia-Herzegovina, Armenia, Estonia y demás.

El caso es que la selección ha puesto en liza su prestigio de campeona con un partido de ésos en los que lo mejor es que estamos un poco más cerca de Suráfrica, Villa se acerca a Zarra en los números (lo de la mítica es para otro artículo) y Casillas abandona el 1 por un 12 en un acto que huele a homenaje o a superstición.

Mañana, segunda estación, contra Armenia, una selección con la que mantengo relaciones de amistad desde que hace unos años me permitió disfrutar de mi partido número 100 con la camiseta nacional poniendo su estadio de Ereván a nuestra disposición dentro de la clasificación para la Eurocopa 1996, toda una experiencia. Si les parece poco estimulante el estadio, esperando que estos actos tan impactantes deberían desarrollarse en escenarios de mayor glamour, el acto de reconocimiento de la federación, ya en el partido 101 (organizarlo en Armenia se habría parecido más a un castigo), coincidió con el partido de vuelta contra los armenios y lo más significativo, al margen de mi agradecimiento al estamento federativo por invitar a dicho encuentro a toda mi familia y a los que fueron decisivos en mi carrera deportiva, fueron las lonas que cubrían los fondos del Benito Villamarín, que mostraban los rostros de cientos de aficionados de plástico.

Vamos, que no celebra uno las cosas donde quiere, sino donde toca. Y, una vez llegado el momento, lo importante es ganar, sólo ganar, como diría Luis Aragonés, por lo civil o por lo criminal.

Recordaba estos días todas estas historias cuando recibía la alegría de ver a Rafael Nadal nombrado premio Príncipe de Asturias estando él en las Américas defendiendo su número uno mundial en las pistas de Flushing Meadows (vaya diferencia con el estadio de Armenia). Pensaba que me alegro porque me parece, dejo los méritos deportivos por obvios, un buen tío y porque creo que es un premio para toda una familia que no ha perdido el norte cuando han llegado los momentos de gloria. Y porque he vivido tantas cosas con su tío que casi siento el premio como propio. Y porque alguna celebración blaugrana nos ha juntado a su familia y a la mía en la misma mesa para disfrutar de su calma y bonhomía mallorquina.

Y, a pesar de todo, siento que éste era el momento de ese deporte nunca agraciado por el mayor reconocimiento de nuestro país, que éste era el tiempo de acordarse de ésos que nos hicieron vibrar en junio con una gesta, un estilo, una marca indiscutible.

Igual, igual, igual que el maravilloso Rafael Nadal... El sobrino de Miguel Ángel.

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