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Columna
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Política y deslealtad

Josep Ramoneda

Cada vez la política es más la repetición obsesiva de unas mismas cuestiones, lo cual significa que no se les ha encontrado una vía de solución razonable. Ahora toca financiación autonómica hasta en la sopa. Y con ella la aparición en la escena política de las acusaciones de deslealtad. Mal asunto cuando las categorías morales se incorporan a la retórica política, porque por lo general esconden más de lo que dicen. Pero la exigencia de lealtad es tema recurrente en todos los frentes del problema.

Los partidos políticos catalanes hacen promesa de unidad y de frente común para defender los intereses económicos de Cataluña, con lo cual la palabra deslealtad sale a la palestra cada vez que alguno se desmarca del guión. Recientemente, ha habido un rifirrafe serio entre socialistas y convergentes, con sentidas conversaciones telefónicas de por medio, por la filtración a la prensa de las cifras que se considerarían mínimas para que el acuerdo fuera aceptable. El consejero Castells ha tenido mucho cuidado durante todo este largo debate en no dar nunca una cifra porque es la peor manera de situarse ante una negociación. De modo que se ha producido una fisura en la siempre precaria confianza entre adversarios. Carod Rovira ha dicho que el que se salga de la unidad será sancionado por la ciudadanía. Y Artur Mas argumenta la sumisión del PSOE al PSC -la misma que le hizo creer que sería presidente por voluntad de Zapatero- y el apego de Esquerra Republicana al poder para justificar una presunción de deslealtad del tripartito. Si esta película termina mal alguien acabará cargando con el mochuelo de la deslealtad. Y, ciertamente, el PSC tiene muchos números, porque ha arriesgado su credibilidad en su desafío al PSOE. Volveré a ello después.

La cuestión clave de la política catalana es saber cuál sería un acuerdo de financiación aceptable

Desde el PSOE las acusaciones preventivas al PSC por deslealtad son corales, con voces que provienen de toda la geografía socialista hispánica. En democracia, todo dirigente se debe al electorado de su ámbito de acción política. No debería sorprender a nadie que el presidente Montilla diga que antepondrá los intereses de Cataluña a los intereses del PSOE. Para eso ha sido elegido. Del mismo modo que el presidente Chaves, pongamos por caso, ha sido elegido para defender los intereses de Andalucía. Puede que el presidente Chaves considere que los intereses de Andalucía y los del PSOE coinciden, pero ¿y si un día entraran en contradicción? ¿No haría lo mismo que el presidente Montilla? ¿O cree que esta contradicción es metafísicamente imposible?

Desde el PSOE se considera que sería desleal que el PSC votara contra los presupuestos del Estado, poniendo en riesgo la continuidad del Gobierno socialista, por un desacuerdo en materia de financiación. Pero, ¿no sería el Gobierno desleal al propio PSOE y a Cataluña -que le votó masivamente- si prefiriera perder la votación de los presupuestos antes que alcanzar un acuerdo de financiación que los partidos catalanes considerasen aceptable? ¿El PSC no puede poner en riesgo la mayoría socialista por defender los intereses catalanes y el PSOE sí puede hacerlo para evitar determinado acuerdo con Cataluña? Las acusaciones de deslealtad en política conducen, a menudo, a argumentaciones absurdas.

En Cataluña, la consigna es la unidad. Nos lo han repetido todos los partidos de mil maneras: la unión hace la fuerza, que es una expresión que no puedo evitar que me produzca escalofríos siempre que la oigo. Desgraciadamente, la historia enseña que las uniones, por lo general, no hacen la fuerza, sino que son por la fuerza. Y condenan a la exclusión a los que no se apuntan. Pero, en fin, vayamos al caso que nos ocupa. Es razonable que si todos los partidos políticos están de acuerdo se podrá obtener un mejor resultado en la negociación, sobre todo porque el Gobierno no podrá buscar la alianza de uno de ellos para un acuerdo a la baja en contra de los demás. Pero esta unión es entre adversarios políticos que se disputan electoralmente cada cuatro años el derecho a gobernar. De modo que la dialéctica entre interés del país e interés del partido se puede orientar fácilmente hacia la confusión. Más habiendo de por medio partidos nacionalistas que juegan permanentemente con la falacia de que los intereses del país y los intereses del partido son la misma cosa.

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Como decía antes, el presidente Montilla ha jugado muy fuerte en esta negociación. Y la tentación de sus adversarios de que se ahogue en su propia osadía es grande. Si el resultado final del proceso negociador es un acuerdo que sea considerado por el conjunto de las fuerzas políticas como aceptable, y, en cualquier caso, un progreso sustancial respecto a la situación actual, Montilla habrá acertado, porque su estrategia habrá tenido fruto sin necesidad de utilizar el arma de disuasión de la que dispone -el voto de los 25 diputados socialistas en el Parlamento español- más que como una amenaza. Pero si el resultado queda claramente por debajo de las expectativas y hay claro consenso sobre su insuficiencia, el presidente Montilla tendrá que optar entre utilizar el arma de disuasión (con efectos devastadores para Zapatero y el PSOE pero probablemente también para el PSC) o no utilizarla y votar sumisamente los presupuestos (con lo cual dejaría varios girones de su prestigio por el camino y probablemente se vería obligado a anticipar elecciones con escasas posibilidades de éxito).

Con estos elementos, es fácil predecir que para la política catalana de los próximos meses, tan importante como el resultado de la negociación autonómica será la validación del mismo. Y la tentación de la deslealtad: es decir, de menospreciar el acuerdo para debilitar al adversario, será indudablemente grande. La razón de ser de los partidos políticos es gobernar. Y para alcanzar el Gobierno siempre están dispuestos a tomar el atajo que les suba más rápidamente a la peana. Al fin y al cabo, los partidos tienen claro que la primera lealtad se la deben a ellos mismos. Y si alguna vez se reprimen es por miedo a que la gente se percate de la mala fe del ejercicio. Pero es un riesgo menor porque una vez en el poder hay muchos bálsamos para hacerse perdonar. De modo que la cuestión clave de la política catalana es saber cuál sería un acuerdo aceptable. Con el agravante de que no se puede decir de antemano porque sería catastrófico para la negociación.

Conclusión: Si no hay acuerdo, al PSC sólo le quedará jugar la carta de la dignidad, que probablemente le sirva de poco excepto para salvar el honor, que es algo que en política tiene poco premio. No se puede olvidar la compleja composición de su electorado. Y si hay algún tipo de acuerdo, ganará la partida el que imponga su valoración a la opinión pública. Y puesto que el PSC, quiérase o no, es el primer beneficiario si hay éxito, y el primer perdedor si hay fracaso, la batalla por la validación puede ser soterrada pero feroz. A los que la pierdan sólo les quedará la pataleta de acusar de deslealtad al que se lleve a la opinión de su lado. Pero que se anden con cuidado los aprendices de brujo, porque la ciudadanía no es idiota, y más de uno se ha quemado.

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