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Reportaje:PEKÍN 2008 | Estreno de oro

Autorretrato de un campeón en la gloria

Samu encuentra por fin, a los 30 años, una victoria a la altura de su ilusión

Carlos Arribas

Pese a lo que pueda parecer, Samuel Sánchez nunca ha tenido problemas de autoestima. Así que tampoco fue tan extraño que llegara a la sala de prensa y, antes de sentarse a la pesada conferencia —triple traducción, lentitud en el proceso—, sacara su cámara de fotos del bolsillo, se volviera de espaldas, alargara el brazo y procediera a autorretratarse. "Campeón olímpico con periodistas de fondo", podría titularla. O, también, como él mismo dijo después: "Sin sacrificio, no se obtiene nada en la vida".

A Samuel Sánchez, asturiano de Oviedo que, como una anomalía etnográfica, lleva toda su carrera como único ciclista no vasco del Euskaltel, la gloria le llegó a los 30 años, le llegó portando el dorsal 8 —el número de la suerte chino—, le llegó como la confirmación de un talento en el que durante un buen tiempo sólo él parecía confiar. Un talento que los demás, más que sospechar, preferían pensar que no era más que ilusión desmedida por un ciclismo que se salía del catón tan ibérico de carreras por etapas y para escaladores. La primera vez que salió su nombre en una clasificación fue en una prueba tan exótica, el trofeo Bro-León, la París-Roubaix bretona, que muy pocos conocían. Y hubo una Milán-San Remo, por ejemplo, en la que en la salida Samuel era, aparte de Freire, el único español que pensaba que podía armar un número en el Poggio. Y en la niebla fría de mediados de marzo en Milán discutía al amanecer de desarrollos, porcentajes, ataques... Y, cuando después de unos pocos años, empezó a ganar etapas en la Vuelta —ya lleva cinco en tres años— y algunas colocaciones en las grandes clásicas, fue más cómodo encasillarle como especialista en descenso —aquél de la etapa de Cuenca en la que se permitió beber agua durante el último kilómetro—, como oportunista antes que como campeón. Y, cuando en el último Mundial atacó, fallidamente, en el descenso, pocos se salvaron de criticarle por confundir realidades con deseos. Pero, claro, era desconocer que la autoestima que se profesa el espectacular asturiano no provenía de un error de cálculo.

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Tampoco es que a Samuel le importara mucho. Es más hombre de autorretrato, efectivamente. Quizás, porque ya desde pequeño su madre, Amparo, que le crió sola después de que les abandonara su marido, le enseñó que uno es lo que hace, no lo que los demás piensan que es. Cuando su madre murió de cáncer, a Samuel le cuidaron sus abuelos, quienes murieron cuando ya el chico de Oviedo que se hizo ciclista en Bilbao era más o menos autónomo. O tenía carnet de conducir para acudir a las carreras vascas con su equipo, el Olarra-Ercoreka, la cantera del Euskaltel-Euskadi. Después, cuando se hacía tarde, se quedaba a dormir en Güeñes (Vizcaya), en casa del mecánico Tomás Amezaga. Inevitablemente, acabó en el Euskaltel. Y acabó llevando la contraria a todos los prejuicios, claro.

Pese a que, en principio, no era un gran escalador —su Tour de 2003 se saldó con un fuera de control en la etapa del Alpe d'Huez, que ganó Mayo, lo que le causó tal trauma que no volvió a Francia hasta este verano—, convencido de que valía para todo, perseveró: fue podio en la última Vuelta —apeó a Cadel Evans en una contrarreloj de los puestos de honor— y séptimo en el Tour de hace un mes. Y después siguió acabando con las certezas absolutas que parecen guiar a todos los que le juzgan. Los italianos, por ejemplo, le citaban como favorito para los Juegos porque el recorrido acababa en un fuerte descenso. Pero él ganó en un esprint increíble en el repecho final. En el descenso se contentó con animar a Rebellin y Schleck a ir a tope, a tope, que llegaba Cancellara. Pero el trío bueno se formó subiendo, cuando él respondió a un ataque de Schleck. Y la carrera se rompió porque él, subiendo, le decía a Sastre que persistiera, que estaba muy bien. Pero, al final, se traicionó. No se tiró al suelo nada más cruzar la meta como otras veces. No; esta vez sólo se pudo llevar las manos a la cabeza en señal de incredulidad. Como si en su interior no supiera que este día tendría que llegar. Impepinablemente.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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