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Columna
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La cabeza en blanco

Habrán oído y leído miles de veces (casi tantas como lo del miedo escénico) eso del pavor del escritor, escribano o periodista al folio en blanco. Eso, señores, ya no ocurre. Ahora el pavor es a la pantalla en blanco porque creo que, salvo para algunos románticos (por ejemplo, Javier Marías aún escribe, al menos sus artículos, en folio y con máquina de escribir), el ordenador es la herramienta que ahora controla nuestros miedos. Pues bien, hecha esta salvedad puramente tecnológica, hay algo muy superior al terror de la pantalla en blanco: la cabeza en blanco, una situación deliciosa, una especie de nirvana emocional, mental y sentimental que apenas se produce en el periodo vacacional y un día después de que concluya. Tener la cabeza en blanco no es políticamente correcto, está mal visto, pero conviene no asustarse. Hay muchas cosas fantásticas que están mal vistas. Ser bueno, por ejemplo, no está bien visto. Hasta Antonio Machado tuvo que justificarse poéticamente cuando en su retrato escribió: "Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno". Porque hay un segundo sentido, el más utilizado, que equipara bueno con tonto, panoli, imbécil o gilipollas. Es decir, que tipos como Ghandi, Luther King o Antonio Machado eran básicamente gilipollas. Y nosotros sin saberlo.

Si ser bueno es ser tonto y ser tonto es ser feliz, merece la pena ser bueno, aunque te tomen por tonto

Pues bien, tener la cabeza en blanco tiene una consideración similar. Vendría a ser equivalente a un tonto de baba, un cabeza hueca sin sentido ni sensibilidad, sin nada que ofrecer ni recibir, una especie de disco duro vacío, sin estrenar, un infame, aunque, a renglón seguido, quienes piensan que tienen su cabeza repleta de ideas geniales aseguran que un tonto tiene más posibilidad de ser feliz que un inteligente, lo cual cierra este círculo magistral, este silogismo tramposo que les he propuesto: si ser bueno es ser tonto y ser tonto es ser feliz, pues merece la pena ser bueno, aunque te tomen por tonto. Tener la cabeza en blanco resulta aconsejable de vez en cuando, aunque sea en realidad una mentira piadosa. En blanco nunca está. Quien más quien menos ha dado alguna vuelta de tuerca a la neurona para que ni se oxide ni se olvide. Pero son vueltas tontas: la variedad gastronómia de allí donde hemos descansado, la frialdad o calidez de las playas y la ola de calor, a lo que los ancianos solían llamar simplemente verano.

Todo esto, como habrán adivinado, es para enredarles en una tela de araña suficiente donde ocultar la auténtica realidad: que no tengo nada que decir (a no ser que les interese mi aprendizaje culinario por los pueblos recónditos de Castilla o mi idea sobre la mentira meteorológica de Galicia).

Lo que he encontrado por ahí, en los diarios o telediarios me deja más frío que las aguas del Atlántico. Veamos: la tentación de la justicia a la carta en el caso De Juana, malinterpretada por los interesados de siempre. Las sentencias no son ni bonitas ni feas, sino justas o injustas (y no seré yo quien se vanaglorie de nuestro Código Penal). No esperaba menos de un sector irredento de la sociedad política española (¡qué magnifico circunloquio para no decir lo que usted imagina!), ni una ocurrencia tan poco afortunada del desafortunado de siempre (¡qué absurda metáfora para no decir Joseba Egibar!). O el manifiesto por el castellano (¿o habría que decir contra el bilingüismo?) O la financiación autonómica, que todos sabemos cómo acabará. O la crisis económica, que nadie sabe cómo acabará, y al parecer nadie sabe cómo empezó. Total, que ya se me ha llenado de cosas la virginal cabeza en blanco y la pantalla de gusanitos negros. No sé por qué tengo la sensación de que nada ha cambiado. Bueno sí, que ya no soy feliz, por lo tanto, no soy tonto y supongo que soy bueno. Bueno, yo que sé...

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