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Reportaje:PEKÍN 2008 | Empiezan los juegos

Nada nuevo en el mundo olímpico

Los argumentos del movimiento deportivo y de las potencias ante Pekín recuerdan los utilizados con Hitler en 1936

Carlos Arribas

"No se puede mezclar el deporte y la política", claman estos días las autoridades olímpicas que, asustadas por la posible reacción del Gobierno chino, han acabado con la libertad de expresión de los deportistas prohibiéndoles hablar de asuntos como la represión en el Tíbet -Cadel Evans, por ejemplo, llevó una camiseta con el lema Free Tibet durante el Tour; no la llevará en Pekín-, la intervención china en la guerra de Darfur o los derechos humanos. No es una voz nueva.

Al olimpismo le gusta celebrar estos días el 40º aniversario de los Juegos de México, el puño en alto del black power, Tommie Smith y John Carlos en el podio del 200, símbolo del poder del deporte para cambiar la sociedad, pero la realidad, más terca que los deseos, le obliga más bien a recordar los Juegos de 1936, los Juegos del Berlín nazi adornado hasta la náusea de esvásticas. Y no solamente para hablar de la hermosa parábola de las victorias del negro Jesse Owens en el altar de exaltación de lo ario, y de su admirable amistad con el rubio Lutz Long, atletas que sólo se movían por altos ideales y no por dinero, como los de ahora, los cuentos que han pasado a la historia y que sirven para que muchos recuerden los Juegos del 36 como un oasis de pureza, tolerancia y buen rollo en medio de los 12 años de pesadilla nazi, y que han alimentado el mito del espíritu olímpico.

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O podrían celebrar el primer centenario de los de Londres 1908, los primeros en los que los Juegos comenzaron a servir de vara de medir la vitalidad nacional: una guerra sin armas, los primeros en los que los participantes desfilaron agrupados por países detrás de su bandera. Aquel año, los norteamericanos se negaron a inclinar su bandera al pasar ante el rey Eduardo VII y consorte, los representantes de la metrópolis.

"La política y el deporte no se pueden mezclar. La única oportunidad de supervivencia del movimiento olímpico es mantenerse ajeno a la política", ya proclamaba en 1934 el presidente del Comité Olímpico de Estados Unidos, Avery Brundage, uno que se había hecho millonario con el negocio de la construcción en el Chicago de los años 20, un paraíso de corrupción y sobornos. Y el belga Henry Baillet-Latour, presidente del COI por entonces, también creía en lo mismo: el olimpismo nunca debía entrar en política, pero con una excepción: el caso de una infiltración comunista en los Juegos, que debía evitarse a toda costa. Ambos dirigentes deportivos se esforzaron en imponer su mensaje en los años previos a los Juegos de Berlín para frenar lo que consideraban una catástrofe: la posibilidad de un boicot.

Era la primera vez que un movimiento de protesta internacional pro boicot, nacido entre la comunidad judía estadounidense, amenazaba a una ciudad elegida para celebrar unos Juegos. No triunfó, pero por poco, y, principalmente, por el silencio de los gobiernos de las grandes potencias, el silencio de Frank Delano Roosevelt, temeroso de alimentar el voto de la derecha reaccionaria de Estados Unidos; el silencio del Gobierno británico, partidario de no molestar a Hitler, antes apaciguar que enfadar; el silencio de Francia, donde una protesta pro boicot en el parlamento sólo contó con los votos de la izquierda. Los mismos argumentos de los Bush, Sarkozy, Merkel, del siglo XXI, que siguen prefiriendo, como entonces, la política de gestos.

Los Juegos se concedieron a Berlín en 1931 cuando Alemania era aún una democracia formal -los nazis ganaron las elecciones en 1932 y Hitler accedió al poder un año después- y porque el congreso del COI que debía elegir la sede se celebró en Barcelona una semana después de la proclamación de la República. El caos en la capital catalana impidió el quórum necesario. La votación se efectuó por teléfono. Ganó Berlín. En Barcelona, las fuerzas revolucionarias convocaron unos Juegos populares paralelos. Desgraciadamente debían comenzar el 19 de julio de 1936. Muchos deportistas huyeron de la guerra civil. Otros tantos, comprometidos, se quedaron a combatir con las tropas de la República.

Mientras, en Berlín se desarrolló la farsa de la tregua olímpica. Temporalmente, las SA dejaron de hostigar a los judíos. Un judío, por otra parte, formó parte, simbólica, del equipo alemán. Jesse Owens, un negro, ganó cuatro medallas. Hitler le negó el saludo. La prensa alemana lo describió como un animal: la ventaja genética de los habitantes de la selva. Y 72 años después, siempre que gana un negro aún se recuerdan sus ventajas genéticas.

Aparte de Owens, en los Juegos del 36 compitió Werner Seelenbinder, un luchador miembro del partido comunista y de un club de trabajadores. Obligado a inscribirse en un club burgués, se proclamó campeón de Alemania en 1933, y en el podio, se negó a hacer el obligatorio saludo nazi. Le detuvieron, pero el oficial de la Gestapo que le interrogó era un fan de la lucha libre por lo que le dejó en libertad. Ganó su selección para los Juegos y prometió, de acuerdo con sus camaradas, que si ganaba haría un discurso antinazi y pro libertad en la conferencia de prensa posterior a la victoria, pero terminó cuarto. En la guerra le detuvieron por proteger a un fugitivo comunista. Le colgaron en Brandeburgo en octubre de 1944.

Owens, durante una carrera en los Juegos de Berlín del 36.
Owens, durante una carrera en los Juegos de Berlín del 36.EFE

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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