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Columna
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Un mundo sin polos

Lluís Bassets

Cuando George W. Bush tocó tierra europea por primera vez, hace siete años, vivíamos todavía en el mundo de la polaridad. Acabábamos de salir del mundo bipolar de la Guerra Fría, organizado por la rivalidad entre dos superpotencias. Camino de Eslovenia, el Air Force One presidencial aterrizó en Torrejón, donde le esperaba José María Aznar, que mostró muy pronto su buena disposición a secundar sus proyectos. Aunque no se desplegaron con toda contundencia hasta después del 11-S, las ideas que bullían en las cabezas de los dirigentes norteamericanos eran muy claras: había que organizar el planeta en función del poder económico, militar y político de la superpotencia única. El mundo ya llevaba una década tanteando cómo organizarse en función de un solo polo, pero todavía no era monopolar. Ahora se trataba de conseguir que así se reconociera en las relaciones entre países y en los organismos internacionales. El nuevo orden internacional imaginado por Bush padre y perseguido por Bill Clinton, la expansión del derecho y de la democracia, el progreso político a través del comercio, todas estas ideas quedaban arrumbadas en favor de este nuevo mundo en el que Washington iba a convertirse en amo y señor, única referencia y criterio. Y Bush era el presidente que iba a dar el impulso a este nuevo siglo americano. No estaba mal el instinto de Aznar, que quiso arrimarse al buen árbol para cobijarse bajo su buena sombra.

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Ahora, cuando el presidente norteamericano regresa a Europa por séptima vez, también empezando por Eslovenia, pero sin escala en España, la fusión de los polos ya se ha producido del todo, pero la sorpresa es que el nuevo mundo no tiene ni siquiera uno. Vivimos en un mundo sin polos, no polar o apolar, como se quiera. Lo ha dicho y escrito una autoridad en la materia, Richard Haas, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores de Estados Unidos en la revista Foreign Affairs (La era de la no-polaridad, mayo/junio 2008). Haas considera que a primera vista el mundo todavía parece multipolar, pues cinco superpotencias acaparan el 75% del PIB mundial y el 80% del gasto en defensa. Pero luego empieza a contabilizar el peso de las potencias regionales (desde Brasil hasta Nigeria); añade el de las grandes corporaciones multinacionales, cuyos dirigentes a veces influyen más que jefes de Estado y de Gobierno; suma las organizaciones internacionales; cuenta con las grandes ciudades y regiones, de peso político y económico también creciente (desde California hasta Shanghai); y luego los medios de comunicación globales, milicias informales como Hamas o Hezbolá, carteles de la droga, o movimientos terroristas. Fareed Zakaria le llama "el poder del resto o de los restantes", en el bien entendido de que hay una superpotencia solitaria y luego están todos los otros, a los que necesariamente hay que tener en cuenta (también en el mismo número de Foreign Affairs).

El proyecto de Bush ha fracasado y ha sido principalmente la ocupación de Irak la causa del naufragio. Pero no sólo. Haas aduce una razón objetiva, frente a la que poco podían hacer Bush y sus neocons, junto a tres subjetivas, aportadas por las políticas de Washington. La objetiva: el ascenso de nuevas potencias y poderes y la dispersión misma del poder, que corresponde a una tendencia histórica. Las subjetivas: la política energética, que ha convertido a los norteamericanos en financiadores de los poderes emergentes, en muchos casos hostiles; la rebaja de impuestos, acompañada del incremento del gasto, hasta llevar el superávit de 100.000 millones de dólares heredado de Clinton al déficit de 250.000 millones de la pasada anualidad; e Irak, donde malo es irse por irresponsable, y peor es quedarse por insoportable.

EE UU está preparándose para organizarse en este mundo apolar que Bush impulsó sin saberlo. Si hace siete años el presidente podía tratar al mundo y en concreto a los europeos con arrogancia, ahora no tiene otro remedio que situarse en una posición más humilde. Muchas cosas se hacen ya en este mundo de poderes difusos a espaldas del actual presidente. Las conversaciones entre Siria e Israel, al margen de la conferencia de Annapolis por él patrocinada. La producción de petróleo saudí, que no se ha incrementado a pesar de los ruegos de Bush. El acuerdo nacional libanés, en el que Hezbolá consolida su poder. Casi todo lo que se mueve desde el Kremlin. También para Europa, este Bush crepuscular cuenta bien poco, y su presencia subraya las tareas ingentes que le esperan al próximo presidente, que deberá restaurar la imagen de EE UU y recomponer las relaciones transatlánticas, crecientemente indispensables en un mundo sin polos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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