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Reportaje:DE VIAJE

Las virtudes del verbo enclaustrarse

Cuatro elementos, dispuestos a modo de collage, resumen la esencia de la Academia de España en Roma: el Tempietto de Bramante, el fantasma de Beatrice Cenci, sus dos torres y el jardín. Al visitarla, la saudade está garantizada

Si jugáramos a buscar qué nombres de calles, plazas o teatros corresponden a personajes vinculados con la Academia de España en Roma, ya sea en calidad de directores o de becarios, nos saldría un buen racimo: Eduardo Rosales y Valle-Inclán la dirigieron y Ruperto Chapí y Agustín Querol pasaron allí un tiempo disfrutando -pocas veces un verbo fue tan preciso- de su beca romana. Algunos se atrincheraban para no volver a casa y había que sacarlos por la fuerza de sus habitaciones, según leemos en las encendidas cartas que enviaba Valle-Inclán en su etapa como director de la institución, justo antes del comienzo de la Guerra Civil. Al visitarla, esta actitud no nos extraña en absoluto: comprendemos que tras pasar una etapa en ella, ya sea como artista o como investigador, la saudade está garantizada, y también documentada en textos de antiguos becarios -las Elegías romanas de Martín López-Vega o el diario Ciudadano romano de Antonio Portela son dos buenos ejemplos-. Pero si pretendemos extraer la esencia de la Academia española contemporánea sería práctico desbrozar la selva de anécdotas y leyendas que sobre ella circulan y optar solamente por cuatro elementos o pilares emblemáticos que, dispuestos a modo de collage, la expliquen a través de su potencial expresivo y de sus dotes de magdalena proustiana.

El hórreo llegó a la Academia en 2004 y su presencia es fruto de un trapicheo arqueológico digno de una comedia de Peter Sellers
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El primero que se nos viene a la cabeza es el Tempietto de Bramante, quizá porque la posmodernidad ha convertido su cúpula en el logotipo actual de la Academia, presente en el membrete de las cartas oficiales y en las puertas de cristal que dan acceso a su claustro. El Tempietto fue un encargo de los Reyes Católicos a Bramante tras la toma de Granada, sin saber que su inauguración sería al mismo tiempo el vernissage del Renacimiento arquitectónico. Es, obviamente, la principal atracción turística de los aledaños de la Academia, y su personal, conocedor del poder que confiere tener las llaves de un monumento como ése, abre y cierra solemnemente cada día la verja que permite al visitante acceder al recinto donde se halla el tempietto. En su interior encontramos un relieve cuyo tema es la crucifixión de san Pedro, hecho que, según la tradición, ocurrió allí mismo y además da nombre a la plaza de San Pietro in Montorio y a su correspondiente iglesia.

El fantasma de Beatrice Cenci es el espíritu con más abolengo que ronda por la Academia. Stendhal nos habla de ella en su novela Los Cenci, y también lo hacen dos albertos: Ginastera en su ópera Beatrix Cenci y Moravia en la obra teatral homónima. Beatrice, hija de aristócratas, fue violada por su padre repetidas veces. Tras asesinarlo compinchada con su madrastra y hermanos, la decapitaron públicamente junto a estos últimos cerca del Castel Sant'Angelo, en el año 1599. En algún lugar cercano al altar mayor de la iglesia San Pietro in Montorio descansa el que fue su cuerpo, mientras que su espíritu es hoy patrimonio ectoplasmático de la Academia de España. Si bien otras instituciones pugnan por su etérea presencia, lo lógico es que el alma en pena de una dama bien educada como ella habite en los pasillos de la Academia, un lugar donde siempre habrá un puñado de jóvenes artistas deseosos de charlar sobre arquivoltas y pigmentos pompeyanos.

Pero el icono más tangible de la Academia son sus dos torres, cuyo color albero se divisa desde diversos puntos de Roma. Desde ellas se podrían mandar mensajes lumínicos por medio de espejitos a los artistas franceses que residen en el edificio blanco de Villa Medici, homóloga francesa de la Academia española, que sobresale del fondo boscoso proporcionado por los árboles de Villa Borghese. Los estudios de las torres se asignan tradicionalmente a los artistas visuales: para ellos, el momento en el que entran por primera vez a su estudio coincide en el tiempo con la constatación de que nunca, nunca más en su vida disfrutarán de un lugar de trabajo tan espectacular como ése, con la Roma histórica a sus pies. Después de tamaño impacto visual, el artista puede optar por rebelarse ante toda esa yuxtaposición de historia del arte situada del otro lado de los ventanales o caer rendido ante ella y sacarle partido desde la veneración. En cualquier caso, ninguno de los dos caminos excluye la organización de una fiesta nocturna junto a sus compañeros de beca.

Bajemos ya de las alturas y vayamos al jardín, deudor de la herencia árabe con sus chorros de agua, flores y zonas de paseo, cuidados hoy como hace décadas por la esencial figura del jardinero de la Academia, se apellide éste Fontana o Dominijanni. Los jardines son a las academias internacionales de Roma como los hijos ingenieros y cardiólogos a las madres españolas setentonas: un orgullo enseñable por doquier. La estadounidense, vecina de la española en el monte Gianicolo, cuenta con su anglosajonísima pradera verde; la alemana, en Villa Massimo, despliega sobre él sus puestos de salchichas y Sauerkraut durante su fiesta anual.

El jardín de la española cuenta con una atracción inusitada que lo dota de cierta peculiaridad: posee un hórreo gallego a escala real plantado en medio de la hierba que despierta nuestra curiosidad y genera dos típicas preguntas: ¿quién ha puesto eso ahí?; ¿acaso fueron los romanos? El hórreo, hoy andamiado como si necesitara ortodoncia arquitectónica, llegó a la Academia en 2004 y su presencia en ella es fruto de un trapicheo arqueológico digno de una comedia de Peter Sellers: lo compró un italo-estadounidense, Franco Brancaccio, en la feria de antigüedades de Módena en 1994 tomándolo por un edificio de época romana. Tras viajar por el Mediterráneo con destino a Tennessee, donde Brancaccio pensaba conservarlo, las autoridades italianas exigieron su repatriación. Al examinarlo, los arqueólogos dieron con su origen gallego y pidieron la intervención española. Hoy vive, junto a los becarios, el personal de la academia y la gata Luna, en este antiguo convento franciscano en cuyo claustro, salpicado por frescos renacentistas con escenas de la vida del fundador de la orden, nos entran irrefrenables ganas de hacer votos profanos. -

Academia de España en Roma, Piazza San Pietro in Montorio, 3. Roma. www.raer.it

Vista de la Academia de España en Roma, fundada en 1873 (imagen cedida por la institución).
Vista de la Academia de España en Roma, fundada en 1873 (imagen cedida por la institución).

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