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Columna
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Engordar o la hecatombe, dijo

¿Puede ser que cuatro o cinco kilos de más cambien no ya la imagen de una determinada persona sino la percepción de su alma?

De su alma, de su inteligencia, de su temple, de sus pensamientos y de su sensibilidad. No quiere decirse que ocurra necesariamente así puesto que el interior es muy resistente, pero la imagen, en una u otra proporción, acaba filtrándose en los caladeros y denotando ante los demás y ante el espejo un trastorno de la personalidad, el amor a sí mismo y el amor mundial.

Toda pareja amada que se descarrila en el aumento de peso toma una deriva hacia el extrañamiento que algunos no sabemos contrarrestar ni con un amor ancilar, una caridad condescendiente ni una racionalidad de izquierdas.

El gordo dichoso, obscenamente satisfecho o indiferente, constituye un desafío frontal

La estética posee en determinados casos un poder tan radical que arranca a las ninfas de sus pedestales, arruina el gozo o crea también, en sentido inverso, universos de una calidad suprema. Como consecuencia, la deficiencia estética se hace muy difícil de soportar y, a menudo, los daños o los autocastigos pueden alcanzar, en su desproporción, una crueldad desorbitada. O eso puede dar a creer.

El peso parece ser sólo un aditamento pero su efecto sobre la totalidad de la apariencia consigue imponerse al recuerdo anterior y vencer en la liza desigual entre la estampa presente y la anterior estampa delgada. Más aún, el sobrepeso aplasta el legado de la relación anterior y fija, por su cuenta, un nuevo prototipo que se refleja a sí mismo, se dice a sí mismo y se salda en una determinación de espesuras retóricas que desplaza la finura del abrazo anterior.

No se trata de infligir al gordo un menosprecio. El efecto negativo se presenta cuando la persona que no fue gorda ante nuestros ojos encariñados adquiere una deriva que desfigura sus rastros y hurta los términos de la anterior comunicación.

Esta persona engorda a su pesar, probablemente. Gana literalmente peso a su pesar (y, a menudo, como efecto de un pesar). No obtiene, en fin, sólo peso, sino pesadumbre, y de esta manera trasluce su pena y su pesa. Y no es del todo lo peor, porque el gordo o la gorda sobrevenidos sin pena, mostrándose aún felices, incrementan el merecimiento de su máxima condenación.

Todavía quien engorda entre la pesadumbre conforma una unidad personal que se autocastiga sin reconvención exterior. Pero el gordo dichoso, obscenamente satisfecho o indiferente, constituye un desafío frontal que nos anula con su insidia sin permitir que ejerzamos la nuestra.

Este gordo o gorda abundan, afortunadamente, menos. Pero el otro o la otra que engordan casi en silencio es tan habitual que en cualquier momento puede revelarse a nuestro lado y permanecer allí pesadamente. La gordura, en fin, llega así furtivamente y como una natural exhalación, pero el adelgazamiento, por el contrario, requiere sistemas de pesas y medidas, más un plazo atareado y casi irreductible.

De este modo, como ocurre con determinadas enfermedades ya pautadas, el tiempo necesario para desprenderse de los kilos superfluos es lento y no cabe recurso ni medicación recomendable que acorte la penitencia del proceso. Es necesario armarse de resignación para soportar el paso de las jornadas sobre esa presencia abultada (esa ausencia de su presencia preferida) y confiar en que el régimen vaya erosionando los perfiles que ahora revisten el cuerpo deseado.

Pero, ¿cómo conllevar serenamente este lento regreso a la normalidad corporal? ¿Cómo metabolizar este incómodo distanciamiento que el grosor ha infundido? La vida cotidiana se llena de inquietud y quebrantos cuando, en realidad, cualquiera observador podría decir, en cuanto sujeto distante y equilibrado, claro está, que no pasa nada. No pasará, en su parecer; absolutamente nada de verdad importante.

Se trataría tan sólo de unas grasas que se han aglomerado provisionalmente y que, en efecto, actualmente no dejan libre el paso a la querida identidad, no permiten la normal fluencia de la idealización, ni tampoco el éxito del imago que sobre la realidad del amor procuraba el encantamiento. Nada importante, en su sabia opinión. Pero, francamente, ¿podría concebirse alguna otra hecatombe de mayor confusión y envergadura?

www.elboomeran.com

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