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Columna
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El hábito no hace al monje

La sentencia del Juzgado de lo penal número cinco de los de Granada, por la que condena al Arzobispo de esta ciudad por un delito de coacciones y una falta de injurias ejercidas sobre otro sacerdote, ha puesto de manifiesto que las normas penales del Estado pueden aplicarse con normalidad a todos los ciudadanos. La importancia de esta sentencia está marcada por el hecho de que las actuaciones con relevancia penal que ha sufrido un sacerdote se han desarrollado dentro de la relación interna eclesiástica. Hechos, como los que ha declarado probados la sentencia, como son los de impedir por la fuerza este arzobispo la publicación de un libro; tachar de mal sacerdote a su coordinador y privarle de sus derechos, teniendo como causa las buenas relaciones que mantenía este sacerdote con Cajasur, desbordan el ámbito interno de la Iglesia. Un desbordamiento que hace que puedan y deban ser sancionadas penalmente en un Estado de Derecho.

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No se trata, con esta sentencia, que el Estado y, por tanto, sus instituciones y tribunales, no respeten el principio de neutralidad religiosa, sino que se trata, y es lo que viene a decir esta sentencia, de impedir que las autoridades religiosas se amparen en esta neutralidad para vulnerar a su antojo los derechos a la libertad y dignidad de las personas. No es aceptable que conductas que, en el ámbito de la sociedad tienen relevancia penal, pierdan esta significación por el hecho de que se ejecuten en círculos religiosos y por religiosos. La religiosidad no ampara la delincuencia, ni el compromiso de neutralidad del Estado puede interpretarse en este sentido. Este compromiso lo que implica es la no intromisión en la interpretación que los obispos hagan de la doctrina católica. Es de razón que sea así.

El Estado no puede tutelar ni modificar las actuaciones que tengan los encargados de divulgar e interpretar la doctrina que obispos, rabinos e imanes puedan dar acerca de lo que es una auténtica vida religiosa según sus normas. Sí, cuando esta doctrina, se interpreta o se aplica de forma contraria a los derechos que protegen la Constitución y las normas del Estado. Fue el caso de un imán condenado por considerar que la Ley del Profeta autorizaba a corregir a la mujer, incluso con castigos físicos. No es el caso de la Iglesia católica; tampoco el de este arzobispo de Granada.

El arzobispo no ha sido condenado por su forma de opinar y extender la recta doctrina de la Iglesia; es su derecho. La condena ha sido por su forma de actuar sobre otra persona. Ni la condición de arzobispo de uno, ni la condición de sacerdote de otro, le autorizaban a aquél a desplegar una conducta intimidatoria e injusta dirigida a forzar la voluntad de esta otra persona ni ésta podía encontrarse obligada, por su condición de sacerdote, a soportarla. Aceptar lo contrario sería tanto como permitir que los atentados contra la libertad quedaran impunes en aquellos casos, y no en otros, que su autor ocupara una posición relevante dentro de la jerarquía eclesiástica. Y esta asunción, sin trabas, lo que haría sería abrir una brecha en el Estado de Derecho hasta llegar a desnaturalizarlo. Sería tanto como dar patente de corso a quiénes, amparándose en la doctrina que imparten, se justifican en ella para sus venganzas personales, sirviéndoles de parapeto actuar impunemente y atentar contra uno de los valores más importantes de la persona, como es la libertad. En este sentido, bienvenida sea una sentencia que no deja margen y que, respetando la neutralidad religiosa del Estado, corrige y sanciona una conducta sin tener en cuenta la posición de su autor. Esta sentencia viene a hacer verdad que todos somos iguales ante la Ley, sin que esta igualdad se quiebre por privilegios, leyes y acuerdos que no cabe interpretar de forma distinta a la finalidad para la que se alcanzaron.

En fin que, a la luz de los hechos probados de la sentencia, se actual el refranero español cuando dice que el hábito no hace al monje. Y la sentencia añade que, en un Estado de Derecho, tampoco le protege.

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