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Tribuna:CIRCUITO CIENTÍFICO
Tribuna
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La lengua de la ciencia

Muchos siglos después de la caída del Imperio Romano, la lengua que empleaban los científicos para comunicar ciencia seguía siendo el latín. En latín se produjo, por ejemplo, el giro copernicano o se sentaron los principios matemáticos de lo que Newton llamaba filosofía natural, hoy conocida como física.

No es extraño, por tanto, que en las Constituciones de la Universidad de Salamanca se prohibiese hablar en cualquier otra lengua (in studio nostro nemo audiatur nisi latine loquitur) y, aunque quizá con menos rotundidad, todas las universidades europeas practicaban el mismo principio, lo que, por cierto, facilitaba mucho el intercambio de libros, ideas y personas.

Cuando hacia finales del XVIII surgieron en Europa el romanticismo, los Estados nación y otras invenciones humanas de carácter centrípeto, empezaron a aparecer las lenguas vernáculas en los textos científicos y, así, se empezó a hacer, por ejemplo, química en alemán, fisiología en francés, o biología en inglés, con incorporaciones algo más tardías del ruso y alguna otra lengua. Los científicos de países periféricos adoptaron alguna de las anteriores, según su área de dependencia cultural o su afinidad lingüística, como Cajal, que solía publicar en francés.

Este guirigay lingüístico empezó a declinar a partir de la Segunda Guerra Mundial, coincidiendo con la creación de entidades científicas supranacionales, como el CERN de Ginebra, la EMBO de Heidelberg y otras por el estilo.

La Segunda Guerra Mundial tuvo, en efecto, unas consecuencias semejantes a las que había tenido la tercera guerra púnica en lo que a consolidación de un imperio y consagración de una lengua se refiere. Incluso en otros aspectos, como el inicial rencor de los vencedores con los vencidos, se asemejan ambas guerras. Así, el "delenda est Carthago" ("hay que destruir Cartago"), de Catón el censor, no se aleja mucho del Plan Morgenthau de convertir a Alemania en un patatal.

El caso es que después de esta guerra se estableció un nuevo imperio, cuya lengua se iría convirtiendo en la única lengua de la ciencia. La primera en ceder ante la nueva koiné fue, lógicamente, la alemana. Es curioso ver cómo la bibliografía de muchos científicos europeos está en alemán hasta los años cuarenta del siglo XX y en inglés a partir de los años cincuenta. El francés y el ruso resistieron más, quizá porque sus países respectivos tardaron en aceptar la existencia del nuevo imperio, pero han acabado por rendirse a la evidencia.

Así las cosas, se podrían proponer medidas administrativas y legales en España para facilitar el uso del inglés en nuestros laboratorios, pero hay que proceder con mucha cautela, porque las lenguas comparten con algunas otras invenciones humanas, como Dios, la Patria o la Revolución, la capacidad de generar unas intensidades emocionales que pueden llegar a conducir a la gente, en especial a los varones, a dejarse matar o, preferentemente, a dar muerte a sus prójimos. Se trata, en efecto, de una materia, no sé si explosiva, volátil o muy tóxica, pero que, en cualquier caso, exige enorme cautela en su manipulación.

En consecuencia, no parece prudente imponer hoy una prescripción tan descarada como aquélla de la Universidad de Salamanca escrita, al fin y al cabo, en una época de mayor aplomo doctrinal. Ahora bien, si se acepta que el inglés es hoy la única lengua de la ciencia, habrá que tomar medidas para incorporar su uso a nuestras universidades y centros de I+D, y concretamente al CSIC, ahora que tras un proceso innecesariamente largo, va a dejar de ser un organismo autónomo para convertirse en una agencia estatal. Aparentemente, la nueva personalidad jurídica le va a dar mayor autonomía e incluso dicen que también mayor agilidad de gestión.

Pues bien, si eso es así, quizá esta agencia podría establecer que en sus centros se pudiera trabajar indistintamente en español o en inglés y que para optar a sus puestos de trabajo se pudiese presentar la documentación en cualquiera de las dos lenguas, sin obligar a los extranjeros al engorro de tener que traducir al español memorias científicas y currículos académicos, ni someterlos a apostillas de La Haya y otras antiguallas semejantes, cuya relación con los principios de la termodinámica o los de la Unión Europea se antojan remotos.

Al fin y al cabo, ya la Ley 30/1980 de medidas para la reforma de la función pública y el más reciente Estatuto básico del empleado público de 29 de marzo de 2007 reconocen que los profesores universitarios y los científicos podrán dotarse de normas específicas debido a sus peculiaridades laborales. Pues bien, señor legislador, una de esas peculiaridades es, precisamente, que deben realizar su trabajo en inglés, por lo que habría que desactivar ya todas las triquiñuelas administrativas que hacen del español la única lengua reconocida por la Administración.

Javier López Facal es investigador del CSIC.

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