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Reportaje:Vecinos

'Cada día amanece todo el tiempo'

Talmente como se lo cuento. En este verso de Ramón Gómez de la Serna hay más razón que en boca de un fiscal de la Audiencia. Ese extraño momento del día, en que todo parece despertarse, no está sujeto a las leyes de la física. Ya se lo digo yo. Amanecer es sólo una cuestión de punto de vista. Poca cosa más puede discutirse a estas horas de la mañana. Fíjense, el sol ilumina los tejados de las casas, sin llegar a la calle. Como un velo luminoso que desciende suavemente. Como el polvo cuando, después de removerlo, va a caer con languidez al suelo. El ruido del tráfico aún parece lejano, las terrazas se desperezan oliendo a café con leche. Y están recogiendo las hojas de los árboles, arrojadas al vacío por una súbita ventolera. Ahora amanece, pero amanece constantemente. ¿Me siguen?

Una noche entera queda convertida en un reguero parduzco, que desaparece entre las tinieblas de una cloaca

No en vano, Einstein dejó escrito que el tiempo es una ilusión, una convención de yuxtaposiciones. Ese sería el tiempo según nuestros relojes. Un minuto, una hora tras otra. Pero el tiempo real, el tiempo del universo, el tiempo del ser -lea usted a Bergson o al mismísimo Heidegger, haga el favor-, no puede cuantificarse en momentos como si fuesen estados distintos. Todo ocurre a la vez, al mismo tiempo, de forma sincrónica. ¿Se da cuenta?, ¿no es fascinante?

Las tareas, los imprevistos, las pasiones quedan lejos de este lugar. Tras las horas de la bochornosa canícula, se disfruta del frescor de una calle recién regada. Cuando amanece todo se limpia, se ordena, se retira a la vista. Una noche entera de encuentros, peleas, descuidos y romances queda convertida en un reguero parduzco, de color agua sucia, que desaparece entre las tinieblas de una cloaca. Ahora todo vuelve a brillar y recupera esa textura, un tanto desmayada, de la mañana. Pero la noche sigue ahí y el día también, todo a la vez. Para el ser, para nosotros como entes, el tiempo es como una maleta cada vez más llena, abarrotada con todos los momentos al unísono.

Dicho lo cual, uno se queda más ancho que largo. Y ambos se sumen en una pereza dulcísima, como al despertar de un bonito ensueño. Aún no ha empezado la atosigante rutina, al menos en este rincón con árboles. Ni tan siquiera los obreros de la construcción han iniciado su trabajo. Por eso sienten que valía la pena levantarse temprano para pillar un buen sitio en la plaza. Pueden hablar de cosas que les interesan, como niños compartiendo un primer pitillo. Tiempo tendrán, después, de acercarse hasta la cercana obra del hotel caro de la muerte, que lleva a buen ritmo la sagrada tarea de cargarse el barrio chino.

Mientras llega ese momento, no hay mucho más de qué hablar. El fútbol se reserva para el aperitivo o para la tarde, entre carajillo y dominó. Criticar al ayuntamiento o al gobierno, mejor dejarlo para el informativo de la tele, durante la cena, en familia. Estas no son horas de ponerse a despotricar contra los sinvergüenzas de la derecha o contra los irresponsables de la izquierda. ¿O era al revés?

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¿Qué sería de nosotros sin una obra en marcha?, se preguntan. Apilados, como lagartijas nutriéndose de sol, conspirando, camuflados, alrededor de una valla. Con certeza, hoy también hablarán de la potente maquinaría, de los ridículos andares de aquel peón. "Menudo país, diez mirando y uno trabajando", repetirán con machacona insistencia. Todo va de mal en peor. Quejarse y bostezar, herencia tan acrisolada -si no más- que la propia dieta mediterránea. Nada funciona como debiera. Nada es como les habían dicho que sería. La vida es así, no la he inventado yo, que diría un concejal cualquiera.

Quizá, afortunadamente, nada es como debiera, terminará diciendo uno de ellos. Y ambos se guiñarán el ojo, como únicos poseedores de un secreto. Mientras sus colegas jubilados, a pie de obra, pasarán el resto del día intentado averiguar si tal afirmación constituye o no delito de insulto personal, con mentamiento de madre.

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