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Columna
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Ideología y religión

Todas las religiones son respetables, salvo cuando una parte de sus practicantes decide convertir su religión en ideología y mata en nombre de ella. Y lo mismo puede decirse de las ideologías cuando se convierten en religión del Estado, como los ejemplos comunistas y nazi-fascistas demuestran. Los ejemplos abundan en la historia, principalmente en las dos principales religiones monoteístas, cristianismo e islamismo. Las cruzadas, la Inquisición, las guerras de religión entre católicos y protestantes a partir de la Reforma -fiel reflejo de los enfrentamientos entre suníes y chiíes en el mundo musulmán-, el absolutismo monárquico, basado en la pretendida unción divina de los reyes, y la imposición a los entonces súbditos del principio cuius regio, eius religio jalonaron a lo largo de siglos la atormentada historia del cristianismo desde Roma hasta finales del siglo XVIII.

Pero dos fechas trascendentales, 1787 y 1789, cambiaron radicalmente las sociedades occidentales a ambos lados del Atlántico. Las revoluciones americana, primero, y francesa, después, transformaron el mundo considerado cristiano. Por primera vez desde Atenas y Roma, los súbditos se convertían en ciudadanos. "Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos de América", reza el preámbulo de la Constitución estadounidense, complementada dos años más tarde por la Declaración de los Derechos del Hombre de los revolucionarios franceses. Se instauraba el principio republicano de que el poder emana del pueblo y se relegaba a la religión al ámbito privado.

El islam no ha tenido ninguna convulsión equivalente a las dos fechas antes reseñadas, reafirmadas en 1948 por los principios de la Carta de Naciones Unidas. No se trata de exportar, y mucho menos de imponer por la fuerza al mundo islámico, soluciones cocinadas en el Occidente democrático; sino, simplemente, de constatar un hecho. Por eso, cualquier intento de implantar sistemas políticos que no estén basados en la sharía es contestado internamente -y no me refiero exclusivamente a los extremismos fundamentalistas de los talibanes o de Al Qaeda-, y los líderes que lo intentan son acusados de colaboracionistas y lacayos del imperialismo, como ocurre con las monarquías jordana y marroquí o los regímenes laicos de Argel, Túnez, Siria o Egipto, donde sólo dictaduras férreas impiden la toma del poder por los fundamentalistas. Hay excepciones como Turquía, Malaisia y, quizá, Indonesia. Pero, incluso, en esos países el fundamentalismo cotiza al alza, y las libertades individuales, a la baja.

El problema fundamental de estos países no radica en Occidente, aunque nadie puede negar las consecuencias negativas de las intervenciones occidentales en ese mundo. Y no hablo sólo de Irak. El derrocamiento de Mossadeq en Irán y la invasión anglo-francesa de Egipto en la década de los cincuenta y la prolongación del conflicto palestino-israelí sólo han contribuido a exacerbar los problemas. Sin embargo, el problema real hay que buscarlo en la confrontación dentro de las sociedades islámicas de dos versiones del islam. Una, que rechaza la violencia para implantar la ley islámica, representada principalmente por la filosofía de la Hermandad Musulmana egipcia, y otra, que considera que el fin justifica los medios, como Al Qaeda, Hezbolá y el ala militar de Hamás.

Son las dos almas del islam que se debaten, luchan y mueren, consideraciones geopolíticas e intervenciones occidentales aparte, en ese complicado mundo que se extiende desde Marruecos a Indonesia, el arco geográfico en el que los teóricos de Al Qaeda quieren restablecer el califato. La solución, pues, reside en el islam, en un regreso a los principios sufistas inspiradores de una escuela de pensadores y científicos inigualada en el mundo medieval y eliminada gradualmente desde entonces por las corrientes fundamentalistas, ahora triunfantes. Esa corriente, basada en la conexión islámica con la tradición helénica, permite algo que niegan los fundamentalistas: la posibilidad de interpretar el legado del Profeta. Como señalan los filósofos y teólogos británicos Philip Blond y Adrian Pabst en un reciente artículo en el International Herald Tribune, esa posibilidad de "interpretar (el islam) privaría a los fundamentalistas de su principio primario, que son los únicos y verdaderos intérpretes de la voluntad de Dios en la tierra". La reciente tragedia vivida en la Mezquita Roja de Islamabad demuestra, sobre todo, la peligrosidad del pensamiento único imperante en las madrazas (escuelas coránicas). Razón y fanatismo han sido siempre incompatibles.

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