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Columna
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A propósito de ¿qué pasaría si...?

¿Qué pasaría si nunca pasara nada? La última campaña de la precampaña del Partido Popular en Madrid, invita al electorado a reflexionar sobre las posibles respuestas a esta pregunta tan retórica como capciosa, sin más sentido que su presunto impacto publicitario. La idea es que el ciudadano reflexivo llegue a la conclusión, predeterminada por los autores de la campaña propagandística, de que es mejor que pasen cosas, cuantas más cosas mejor aunque estas cosas no sean las mejores, ni las más recomendables.

La campaña posibilista del alcalde madrileño ha sido denunciada por su rival socialista, Miguel Sebastián, como autopropaganda financiada por los bolsillos ciudadanos; Pero Grullo, el filósofo más influyente de los tiempos que corren, hubiera suscrito entusiásticamente la denuncia del candidato, siempre que pasa igual sucede lo mismo y las protestas sobre el mal uso de los fondos comunes para financiar intereses partidarios están siempre a la orden del día en vísperas de comicios desde que estos fueron, de la antigua Atenas a las modernas babilonias.

El peligro de esta nueva campaña de autobombo, es que el ciudadano, puesto a reflexionar sobre el sofisma de Alberto, imagine más allá de lo recomendable y reflexione por su cuenta: ¿Qué pasaría si Alberto Ruiz Gallardón perdiera las elecciones? O ¿Qué pasaría si Miguel Sebastián ganase y se viera obligado a cumplir sus promesas electorales? ¿Qué prefieren los madrileños, una ciudad wi-fi con internet gratuito por las esquinas, una ciudad con playa a lo parisién en las orillas del Manzanares, una ciudad con tranvías... o esta ciudad con sofisticados y gordianos nudos de comunicaciones, túneles de la más avanzada tecnología, torres orgullosas y magníficos bloques colmena.

La que parecía una frase banal de la publicidad puede llegar a profundidades insospechadas y suscitar apasionantes dilemas: ¿Qué prefieren los ciudadanos, nuevas vías para acceder a sus puestos de trabajo en sus automóviles privados o nuevas posibilidades de teletrabajo en el domicilio propio?, ¿comunicarse audiovisualmente o hacerlo sobre ruedas?, ¿La banda ancha o la autopista?, ¿Una ciudad a la medida del coche o a la medida del hombre?, ¿Una ciudad contaminada y sucia o una urbe limpia y saludable?

Por supuesto la solución de los problemas que aquí se plantean no está en manos de nuestros dos políticos, ni siquiera en manos de los políticos, intermediarios de otros poderes homicidas que eligieron hace tiempo la vía única, inexorable e irreversible, del petróleo y de las armas que se necesitan para mantener ese status suicida que amenaza gravemente, y en un plazo más corto del que esperaban los del "para largo lo fiaís", la existencia de vida humana sobre el planeta. Ruiz Gallardón y Sebastián son dos peones del gran juego viejo y ubicuo que hoy se practica de forma acelerada, a galope tendido hasta el Apocalipsis. Después de nosotros el diluvio, o la lluvia de fuego.

La reflexión sobre el qué pasaría si no pasara nada, me ha llevado a otras reflexiones menos apocalípticas y más bien nostálgicas, a la evocación de esa ciudad perdida de la infancia en blanco y negro. Dos libros, comentados recientemente en esta columna, uno sobre el cine madrileño de los años cincuenta y otro de fotografías del diario Madrid han reforzado esta visión retrospectiva y bicolor de la ciudad que pasó; esos dos libros, editados por el Ayuntamiernto y la Comunidad respectivamente, y otro que estoy leyendo estos días, Estambul de Orhan Panuk, ilustrado por borrosas fotos en gris de su ciudad, visión amarga de un paisaje en ruinas que el escritor vive como un "espacio plagado de melancolía: residente de un lugar en el que arrastra un pasado glorioso y que intenta hacerse un hueco en la modernidad".

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Madrid como Estambul, mientras la ciudad crece y desarrolla sus asfixiantes tentáculos, en su centro persisten la incuria, la ruina, la suciedad y el abandono.

A la ciudad moderna que se construye en la periferia de Madrid le corresponde este arrumbado esqueleto contenido por andamios, sembrado de bolardos, embadurnado a chafarrinones, alfombrado de detritus y escombros, vaciados sus palacios y amargados sus pobladores.

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