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Columna
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El capitalismo contra el planeta / 5

El capitalismo anglosajón que está imponiéndose en Europa ha tenido ya dos consecuencias dramáticas y hoy por hoy irreversibles: la oligopolización de los sectores más determinantes de la actividad económica actual y la destrucción de los valores, los cometidos y los vínculos de carácter comunitario de la empresa. Respecto del primero vivimos en el escarnio permanente de hacer de la competencia la piedra angular del sistema capitalista a la par que entronizamos a unas pocas empresas, en señores absolutos de sectores decisivos, la informática por ejemplo. Culto de la competencia que tiene su complemento en el mito de la productividad que se nos predica sin descanso al mismo tiempo que se nos escamotea su sustancia, sustituyendo la efectividad del proceso productivo por el ritmo de cambio de su envoltorio, es decir suplantando el valor de los productos y la utilidad de su uso por la mitología del logo, la seducción de las marcas. Marketing y packaging ocultan cuidadosamente la rentable intercambiabilidad de los productos y nos ponen en las manos exclusivas de la publicidad mediática, creadora de la adicción consumista, más allá de sus contenidos. Richard Sennett en La cultura del nuevo capitalismo, sensible a los vientos de la postmodernidad pero sin sucumbir a su torbellino, insiste en que el ethos de nuestra época vive entre la múltiple flexibilidad de la oferta de los posibles y la superficialidad de su identificación con ellos. Superficialidad que va desde lo efímero de las relaciones interpersonales hasta la volatilidad del espectador consumidor que impiden todo planteamiento a plazo medio y largo.

El papel de protagonista mayor del acontecer económico contemporáneo que han atribuido a la empresa tanto los liberales como los socialdemócratas ha conferido gran dramatismo a la implosión de su condición comunitaria. Pues la precariedad de los lazos que unen a la empresa con sus miembros -accionistas, directivos, trabajadores, sobre todo estos últimos- ha fragilizado notablemente la conciencia de su mutuopertenencia -ellos pertenecen a la empresa pero la empresa les pertenece- despersonalizando radicalmente su relación. La empresa se ha convertido en un espacio anónimo, tierra de nadie en la que los trabajadores están de paso, situados en asientos eyectables, admirando el entusiasmo de sus patronos para construir sus retiros dorados. Beauchamp y Bowie en Ethical Theory and Business, Prentice Hall 1988, nos advierten que ya no hay responsables individualizados, ni las personas, ni siquiera las posiciones-funciones, pues el único centro de imputación es el sistema. Por eso, querido Antonio Raga, cuando usted en su carta me acusa de no saber que hoy los accionistas no pintan nada y me invita a ir a una junta de accionistas para comprobarlo, se equivoca de accionistas. Pues es evidente que a título individual no cuentan, sin embargo, como colectivo indiferenciado y anónimo, en cuanto fondos de pensiones son lo único que cuenta. Los más eminentes representantes de la economía crítica, desde los nobel Kenneth Arrow y Amartya Sen hasta Nicholas Georgescu-Roegen, consideran que la imposible ética de las empresas es una coartada que a nadie engaña. Hoy es imposible poner fin al comportamiento devastador de los hedge funds, como probó la obligada renuncia del doctor Werner Seifert a su posición de patrono de la Bolsa de Francfort por haber condenado las prácticas de los fondos basura; como no es posible acabar con los permanentes chanchullos de las bolsas y de las grandes empresas: falsificación de balances, alteración de cotizaciones, producción de documentos oficiales amañados, etcétera. Pero, con todo, lo más lamentable es la corrupción sistemática de las autoridades y el soborno de los medios de comunicación. Paul Krugman nos ha hablado en The New York Times de la campaña mediática de Exxon Mobil, primer grupo petrolero privado del mundo, sobre la inutilidad del Protocolo de Kyoto por la inconsistencia de las razones en que se apoya. Campaña que ha consistido en más de 500 artículos periodísticos y prestaciones televisivas a razón de 10.000 dólares por unidad. Campaña orquestada por su carismático presidente de entonces, Lee Raymond, hoy a la cabeza del think-tank neocon American Enterprise Institute, que prueba la alianza entre economía e ideología del capitalismo anglosajón, así como la utilización, frente a los defensores del planeta, de sus armas más eficaces: la publicidad y los medios de comunicación.

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