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Entrevista:MANU LEGUINECHE | ESCRITOR Y PERIODISTA | ENTREVISTA

"Yo soy del bando de los desolados"

Juan Cruz

Manuel Leguineche es Manu. No hay un apócope que se distinga tanto en el periodismo español como éste. Leguineche nació hace 65 años en Arrazua, Vizcaya, viajó, desde los 20 años, por todo el mundo, literalmente, y un día, hace acaso 20 años, decidió que su sitio era Brihuega, un pueblo de la Alcarria que describió quien fue su amigo, Camilo José Cela. Brihuega y un lugar en Almería, Mojácar. Desde ahí ha seguido viajando, pero cada vez más para sentirse cerca de sí mismo. Este libro que acaba de publicar, El club de los faltos de cariño (Seix Barral), es una colección de relatos personales, como un cuaderno de bitácora en el que fuera expresando su dolor, su rabia, su melancolía, su desazón, su alegría ante las cosas grandes y las cosas pequeñas. Nada le es ajeno, y él no es ajeno a nadie: como aquel Kim de la India, de Kipling, Manu es "el amigo de todo el mundo", y por eso puede extrañar, a simple vista, que esa declaración de afectos y de desgarramientos se llame precisamente El club de los faltos de cariño. La expresión nació hace 40 años, por lo menos, y es debida a él y a su paisano el dibujante Juan Carlos Eguillor, a quien se debe la portada.

"Vietnam fue un clásico del periodismo de nuestra época. Ahora te mueves en función del mercado"
"Nada supera la pasión de conocer más, y no sólo las guerras, sino países y terremotos""Soy un ingenuo. He visto cómo las esperanzas se vienen abajo. Soy del bando de los desolados"
"Me gustó mucho la revolución portuguesa. Un buen trabajo. Y no había estado antes"
"Nada supera la pasión de conocer más, y no sólo las guerras, sino países y terremotos"
"Soy un ingenio. He visto cómo las esperanzas se vienen abajo. Soy el bando de los desolados"
"¡Siempre queremos más! Y queremos que los enemigos que tienes también te quieran un poco"

Pregunta. Cuenta en su libro que cuando era un chiquillo fue a entrevistar a Carmelo, el célebre portero del Athletic de Bilbao, ¡y le dio vergüenza!

Respuesta. Era muy vergonzoso. Debía estar en primero o segundo de bachillerato. Yo llevaba pantalón corto, él me vio y me preguntó: "¿Has visto por aquí a algún periodista?". Yo disimulé, miré a los lados y le dije: "No, no he visto a ninguno". ¡Me moría de vergüenza! ¡Siempre he sido muy vergonzoso!

P. ¿Y por qué quiso ser periodista?

R. No hubiera sabido hacer otra cosa. Tengo un sobrino que me lo pregunta. Él es un mileurista, y yo era entonces menos que mileurista. Después ya tuve que superar la vergüenza, y seguí con el fútbol. Entrevistaba a todos los que venían a Bilbao: Puskas, Di Stefano, Zagalo. ¡Una pasión!

P. Usted será del Athletic.

R. ¡Hasta la muerte!

P. Ahora ha remontado su equipo.

R. Sí. Ahí han tenido unos líos con entrenadores de segunda, hasta que han dado con el recambio. Fíjate qué fácil es: cambian a uno cualquiera por Mané y éste nos saca del atolladero. Sentido común. Como en periodismo.

P. ¿Y qué ha cambiado más, el fútbol o el periodismo?

R. Joder, todo, todo ha cambiado. Y el periodismo ya no es lo que era. ¡Ahora los periodistas sólo toman agua! Y, de repente, me doy cuenta de que ya no hace falta ni ir a las guerras, yo que he hecho tantas.

P. Su motor fue el entusiasmo.

R. Digamos que las ganas de conocer el mundo. Y de saber más que los otros, eso quería...

P. En este libro no va sólo a las grandes cosas, sino sobre todo a las pequeñas. ¿Qué domina más en sus propios recuerdos, lo grande o lo chico?

R. Tanto me da, las cosas grandes se pueden ver como las cosas chicas, si uno es capaz de la sencillez. Hay episodios en los que he podido entrar de manera más entusiasmada que en otros. Por afinidad, lo que más me gustó fue la revolución de Portugal. Lo contemplo como un buen trabajo mío. Y nunca fui a Portugal antes de la revolución de los claveles.

P. Dice: "De nuestra revolución".

R. Sí, la única a la que fui en coche. Vietnam fue un clásico del periodismo de nuestra época. Ahora te tienes que mover en función del mercado. Entonces a mí me cogió esa guerra, y las guerras de Asia, mientras hice el viaje alrededor del mundo, que luego contaría en el libro El viaje más corto. En primera persona, allí donde pasaba aquello. Ahora descubres que las agencias cuentan lo que ocurre hasta que les interesa, y cuando ya no les interesa parece que se han acabado las guerras. Y las guerras siguen ahí. Ahora hay que escribir a remolque de los acontecimientos, de modo que cuando acaba una guerra ya estás jodido, tienes que volver.

P. Por mucho que la gente siga sufriendo.

R. Y por mucho que no hayas contado lo que querías. Entonces tenías que pagarte los viajes. Yo pude hacer una discreta carrera como reportero gracias a que no iba a los grandes hoteles. La gente vive una ficción con esto del reporterismo; van por ahí a unos hoteles acojonantes, porque paga la casa. Yo no tenía eso. ¡Yo era mi propio enviado! Nada supera la pasión de conocer más, y no sólo las guerras, sino países y terremotos. No llegué al de Agadir, pero viví otros, y de qué manera. A mí me gusta mucho el periodismo porque me ha permitido no aburrirme. Si no pareciera presuntuoso yo diría que era un todoterreno, tenía que saber de todo, desde el PIB de Tanzania a la vida privada de la Callas. Y nunca contemplé la posibilidad de quedarme en un sitio: en periodismo tú sabes que a tu Redacción le importa un pito lo que dure más de 20 días.

P. Sus libros parecen una caja negra de lo que ha ocurrido en el mundo y en el periodismo. Vietnam, las revoluciones, Irak. Y ahora el gran gigante asiático hace su propio viaje, pero al revés. Usted ha sido como un gran redactor jefe de sí mismo. ¿Cómo está cubriendo la prensa lo que pasa hoy?

R. ¿Mis libros, una caja negra? En cierto sentido. ¿Y cómo lo cubren? El estilo ha variado tanto.

P. Usted cuenta en su libro que le montó a un enviado especial del Gobierno español, en El Salvador, una ensalada de tiros para que se llevara alguna impresión de regreso: allí no pasaba nada.

R. Había menos medios y más entusiasmo, todo era más primitivo. Lo que sucedía en América Latina era una continuación de la II Guerra Mundial. Una guerra chiquita. Y ahora lo que hay son generales que hacen la guerra metidos en un túnel, o en un búnker, utilizando medios electrónicos. Fíjate en Irak: Bush quiere hacer la paz y para ello manda más tropas. ¡El teatro del absurdo!

P. ¿Qué estado de ánimo se le quedó a usted cuando contempló lo que ha sucedido con Sadam?

R. Sadam me echó de Irak, en el autobús más viejo que tenía, cuando la otra guerra. Apareció un pistolero, a las cinco de la mañana, en el hotel. "Tiene 10 minutos para hacer las maletas". Y me mandó a Jordania. Era un marroquí, un agente secreto. "¿Cuál es la razón por la que tengo el honor de ser expulsado de Irak?", le pregunté. "¡No tengo que responderle nada; coja la maleta y no intente ganar tiempo!". Y, nada, a la puta calle. Era una caricatura todo lo que hacía Sadam, y además era el peor general de la milicia, era imposible ser peor. Tenía mucho dinero, todo el mundo se le arrodillaba. Aquello era la leche. Llegó incluso a matar a sus peores enemigos, que habían sido sus amigos. Se examinó de Derecho, se hizo escritor. Pero ni estudió Derecho ni escribía. Un desastre.

P. ¿Y ahora?

R. Ha sido víctima de su propia estulticia. Perdió el contacto con la realidad. ¡Disparaba al aire desde la tribuna con un arma que le regaló Franco! Cuando Aznar apoyó a Bush no lo entendió, le entristecía que un español le hiciera eso. ¿El final en la horca? Previsto. De vergüenza. Ha saltado el resto de civilidad que le quedaba al mundo. La Unión Europea pudo haber hecho más para evitar su ahorcamiento.

P. Usted evoca muchas veces en su libro cómo se hace el periodismo hoy, y ya me ha dicho que ha cambiado mucho. ¿Cómo lo contamos, cómo contamos esa guerra?

R. Muy mal. No nos damos cuenta de que hemos retrocedido hasta la Edad Media.

P. ¿Estamos en la Edad Media?

R. En cierto modo, sí. Cuando estuve en la primera guerra de Irak me dieron una máscara de gas. ¡Parecía que estábamos en la I Guerra Mundial!

P. ¿Y este país, cómo lo ve? Dice en su libro que le preguntan ahora por qué no vuelve a su pueblo, cerca de Gernika. Y usted responde: "Para estar más cerca".

R. Es posible. Yo soy fuerte y débil. A veces me voy para estar más cerca de mí, y eso me pasa con mi propio país.

P. Dice que se fue de Madrid, cuando tenía 20 años, porque se sentía incómodo, y se fue a recorrer el mundo.

R. Era un ambiente asfixiante aquel, y la mejor terapia para una sensación así es el viaje. Me apasiona el mundo. Siempre tuve esa necesidad de fuga; aprendí mucho, y entre otras cosas traté de dejar de ser tímido, ¡es que era horroroso! Conocí a otras gentes, otros mundos, otras maneras de ser; por eso decía que el camino más corto para conocerse a uno mismo es dar la vuelta al mundo. No tiene por qué ser así para todos, pero a mí me sirvió.

P. Irse lejos para estar más cerca.

R. Eso lo dan los exilios, voluntarios o no, o los viajes: el conocimiento de lo que no sabes que eres. Yo había intentado ser periodista en Euskadi, pero no me tomaron en serio. Después fui a Valladolid, trabajé en El Norte de Castilla, un periodo muy placentero, y ya sólo me quedaba Madrid. Aprendí mucho en El Norte de Castilla; era un periódico de provincias muy bien dirigido por Miguel Delibes. Me permitió conocer bien Castilla, esa tierra tan distinta a la mía. Luego vine a estudiar periodismo a Madrid. Él otro día me encontré en el oculista a Julio Alonso, que contribuyó a fundar EL PAÍS y que hizo la carrera conmigo. "¡Te acuerdas, Julio! ¡Nos suspendían a todos los que ya éramos periodistas!". Qué tiempos.

P. En su libro dice que Delibes dirigía El Norte como si estuviera al frente de una orquesta.

R. Y digo que cuando no sé cómo resolver algo pienso cómo lo resolvería Miguel. Siempre lo he tenido como una referencia. A veces pienso que pertenecemos a una generación que no ha tenido maestros, excepto los que uno se hizo comprándose libros. ¡Te daban una pereza los maestros del régimen!

P. Hay muchas referencias desoladas en el libro. Y algunas tienen que ver con la persistencia del terrorismo.

R. Nos ha acompañado toda la vida. Terrible, las muertes, la sangre, matar. Como soy un ingenuo tonto, siempre he pensado que viene lo mejor; he visto cómo todas las esperanzas se vienen abajo. Y yo estoy desolado. Yo soy del bando de los desolados.

P. Hace 15 años se vino a Brihuega. ¿Por el silencio?

R. Sí, sobre todo. Y porque yo nací en el campo y siempre he querido vivir en el campo. A los que buscamos el silencio y nos recluimos sólo nos queda rezar, si sabemos, o soplar.

P. Usted titula su libro El club de los faltos de cariño. ¡Pero si a usted le quiere todo el mundo!

R. Es posible. ¡Pero siempre queremos más! Sobre todo queremos que los enemigos que tienes, que también hay, te quieran un poco.

El periodista y escritor Manu Leguineche, en su casa de Brihuega (Guadalajara).
El periodista y escritor Manu Leguineche, en su casa de Brihuega (Guadalajara).LUIS MAGÁN

"Manu, ¿los árboles van al cielo?"

HE AQUÍ ALGUNOS extractos de los textos breves con los que Manu Leguineche describe, a veces, las grandes cosas, y en ocasiones las pequeñas, en su libro El club de los faltos de cariño.

ø MATAR

En la taberna se habla del último atentado de ETA:

-Qué manía de matar, si la gente se muere sola. Basta con que le des tiempo.

- ø CIELO

Un forastero se acerca a Jesús y le da la mano.

-¿Tiene usted estudios? ¿Dónde le han enseñado eso?

Hay preguntas de niños que cortan la respiración. Uno, hijo de unos amigos, me ha preguntado a quemarropa:

-Manu, ¿los árboles van al cielo?

ø ROSAS

Han caído los fríos pero los rosales de la muralla siguen en pie. Viven del sol de hace dos semanas. Si son rosas, florecerán (Goethe).

ø SECULARIZACIÓN

El fenómeno de la secularización es cosa del pasado. Porque los seminarios están vacíos. Con la merma de vocaciones, a la Iglesia no le queda otro remedio que mantener en el cargo a algún párroco de dudosa moralidad. Uno de ellos, metido en una serranía remota, que echaba unos sermones tremendistas desde su púlpito y nos condenaba al fuego eterno, le quitó la novia a un amigo mío. Y cuando ésta murió, en la oración fúnebre, el cura ni siquiera se dignó a citarlo. Aprovechaba la ausencia de una familia para entrar en su casa y llamar por teléfono a sus novias, que ahora vivían en México o Albuquerque, traficaba con piezas de coches usados, robaba cabinas telefónicas o embellecedores de coches. Un marido burlado le puso un detective tras sus pasos y de allí salieron fotos de barraganes, de burdeles madrileños, de cutres orgías, de hurtos callejeros y malas compañías. A veces resulta duro aplicar el perdón de los cristianos a personajes como éste. Sobre todo porque dejó a mi amigo sin novia, una moza rellenita de la que estaba muy enamorado. Hay curas que tienen un éxito morrocotudo con las mujeres. Éste en cuestión, como otros, se aprovechaba de los misterios, la física y la metafísica de la sotana, la voz profunda y la labia. Sobre todo la labia.

En mi infancia y adolescencia todo lo que estuviera relacionado con el hecho de colgar los hábitos olía a azufre, un poco como el mundo de los masones. El cura 'defroqué' dejaba la envoltura de la carne y el hueso para transformarse en fantasma del mal. Luego se industrializó la secularización de los clérigos. La Iglesia hubo de aceptarlo. Paz, piedad, perdón.

ø LOS BEATNIKS

De pronto Kerouac, lo acabo de comprobar, se refiere a "esos árabes que volarán Nueva York", sin que venga a cuento. En aquellos años de posguerra, con Eisenhower como presidente, esa hipótesis islamista no existía en la lista de las amenazas. ¿Qué se le cruzó a Jack por la cabeza, como a Alberti, cuando en uno de sus poemas adelanta la destrucción de las torres? El trapense rebelde Thomas Merton describió en 1947 el 11 de septiembre en Nueva York:

"Cómo se han destruido, / cómo se han derrumbado / las grandes, imponentes torres de hielo y acero. / Fundidas por el terror, / luces y fuegos han desmembrado / las torres de plata y acero, / alcanzadas por el cielo vengador. / Las cenizas de las tres destruidas / se mezclan aún con las volutas de humo / velando tus exequias en su bruma / y escriben su epitafio: "Ésta era una ciudad / que se vestía de billetes de banco".

El poema se titula Las ruinas de Nueva York. Thomas Merton es una de las grandes figuras espirituales del siglo XX. Lo probó todo y se sació de todo, el sexo, el alcohol, en plena crisis entró en un convento trapense. En 1966 se enamoró de una enfermera. Vivieron en Asia, conocieron al Dalai Lama. Fue un viaje al corazón de la clarividencia, una peregrinación a la mística. La cantante Joan Baez le dijo: "Gracias, tus libros de meditación y contemplación me han enseñado a rezar". Me lo contó así en Cannes, en un festival de música pop. Merton murió en 1968 en Bangkok (Tailandia), fulminado por los efectos de una estufa eléctrica mientras salía del baño.

Evitaron hacerle la autopsia y corrieron rumores de que lo había matado la CIA, el servicio secreto norteamericano. Se aprestaba a viajar a Getsemaní, en Jerusalén, vestido de monje budista.

Rafael Alberti escribió en 1982, tras visitar las Torres Gemelas, que luego caerían el 11-S: "Algún día caerán abatidas por su misma vanidad".

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