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Presencia de Ernest Lluch

Antón Costas

Hace ahora seis años que nos lo arrancaron violentamente por intentar la vía del diálogo para acabar con la violencia terrorista. Pero sigue estando entre nosotros. No sólo con su recuerdo, sino, lo que es más importante, con su presencia viva, intelectual, que es la forma que a él más le gustaba practicar: pensar, escribir y debatir sobre los grandes problemas de nuestro tiempo.

Ernest Lluch era un hombre de la Ilustración. Su conocimiento era enciclopédico y su interés y curiosidad amplísimas. Todo le interesaba, desde la historia del análisis económico y de las ideas en general, que era su especialidad académica, al bolero, del que era un experto, pasando por el Barça, de cuya historia conocía hasta los más mínimos detalles. Era vital, y un gran melómano. Nada humano le era ajeno. Su paso por la cárcel, durante el franquismo, le hizo coincidir en la celda con un trabajador de origen andaluz que le aficionó al flamenco, cosa que, para sorpresa de muchos de nosotros, tuvo ocasión de mostrarnos en alguna ocasión en el Palacio de la Magdalena de Santander.

Ernest Lluch sigue presente entre nosotros con aquello que a él más le gustaba practicar: su estímulo, casi provocación, intelectual a pensar los problemas de nuestro tiempo

Como intelectual, se consideraba heredero de la tradición europea de compromiso con los problemas de su tiempo. Por eso, no esperaba a que le preguntaran para dar su opinión sobre las grandes cuestiones que enfrentan a nuestro país, y la humanidad entera, en este inicio de siglo, que él sólo tuvo ocasión de ver nacer.

Después de su paso por el Ministerio de Sanidad y Consumo -en el que dejó leyes tan decisivas para el bienestar de los ciudadanos como fue la universalización de la sanidad-, y su posterior abandono de la política activa, su etapa al frente de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo de Santander estuvo dirigida por la máxima kantiana de sapere aude, por la valentía intelectual de atreverse a pensar todas las cuestiones. Posiblemente, éste era el rasgo que mejor le distinguía. Y el que le llevó a más de una agria polémica pública.

Fue durante esa época, entre finales de la década de 1980 y la mitad de la siguiente, cuando se intensifica su compromiso con el País Vasco. Desde Santander comenzó a ir todos los años al festival de jazz de San Sebastián. Su pasión creciente por esa ciudad, su clima cultural y el cultivo de nuevas amistades le llevaron a comprar un apartamento frente al Kursaal, del arquitecto Rafael Moneo, su gran amigo, apartamento cuya hipoteca iba pagando con sus colaboraciones periodísticas.

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Esa relación le llevó a implicarse personalmente en el estudio de la violencia terrorista de ETA, en la trayectoria vital de los propios terroristas y, de forma más amplia, en el problema vasco. Y, aplicándose a sí mismo la máxima kantiana, se atrevió a pensar ese problema y sus posibles salidas, aun sabiendo con certeza los riesgos personales que le podría traer ese compromiso intelectual y político. Como así ocurrió la noche el 21 de noviembre de 2000.

Pero a pesar de su ausencia física, Ernest sigue presente entre nosotros con aquello que a él más le gustaba practicar: con su estímulo, casi provocación, intelectual a pensar los problemas de nuestro tiempo.

En este sentido, la labor de la fundación que lleva su nombre es ejemplar (www.fundacioernestlluch.org). En los últimos años ha venido publicando la abundante obra dispersa de Ernest. La última hace unas semanas, con una edición primorosa -a cargo de su sobrino, Enric Lluch- de su bibliografía completa. Pero también propiciando la reflexión y el debate público sobre los problemas de nuestro tiempo.

El último debate tuvo lugar ayer mismo en la facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona, su facultad, sobre una de las cuestiones que a él más le preocupaban: la productividad de la economía española y el bienestar futuro de sus gentes. La fundación y la facultad reunieron a tres de los mejores economistas españoles del momento -Julio Segura, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y del Banco de España; Francisco Pérez, catedrático y director del Instituto Valenciano de Economía, y Jordi Gual, profesor del IESE y director del Departamento de Estudios de La Caixa-, para plantearles una serie de preguntas: si trabajamos más horas que la media europea, ¿por qué es tan baja la productividad de los trabajadores españoles? ¿Somos vagos o sencillamente incompetentes y poco productivos? Pero, entonces, ¿por qué la economía española va tan bien? En todo caso, ¿es sostenible esta bonanza o tiene pies de barro? ¿Cuáles son, en todo caso, los remedios?

Es un tema que a Ernest le gustará ver tratado. De hecho, lo había comenzado a abordar meses antes de su muerte en sus artículos, cuando comenzó a interesarse por el impacto de las nuevas tecnologías de la información (informática) y las telecomunicaciones en la economía, el empleo y el bienestar. Probablemente su interés por el problema de la productividad le venía de un cierto calvinismo que le gustaba exagerar y de su pasión por la ética del trabajo bien hecho. Era un trabajador duro e infatigable. Si me permiten, les cuento una anécdota personal.

Cuando, en los inicios de la transición política, se reincorporó a la Universidad de Barcelona, después de unos años "expatriado" en la Universidad de Valencia, el profesor Estapé le encomendó ser tutor de mi tesis doctoral, y responsabilizarse de que la acabase. Tenía que demostrar que el proteccionismo y el conservadurismo en Cataluña no fueron como la caña de azúcar en Cuba, que crece sin necesidad de plantarla, y que esta tierra también produce librecambistas y liberales.

Fue un privilegio tenerlo como tutor, y posteriormente como amigo y compañero. Es el mejor maestro que uno puede desear. Pero es duro y exigente en el trabajo. Recuerdo una ocasión paseando ambos a lo largo del pasillo viejo de la facultad. Me preguntó cómo iba la tesis. Le dije que bien, pero que estaba un poco cansado. Se paró en medio del pasillo y me pidió que me arremangara la camisa y le enseñase los codos. Me sorprendió, dudé en hacerlo. El insistió. Al ver mis codos me dijo: no sangran, sigue trabajando. Y sin más, continuó paseando. Así era Ernest de exigente con el trabajo y la productividad.

Otro día les comentaré lo que dijeron nuestros invitados de ayer sobre las causas, consecuencias y remedios de la baja productividad española.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona

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