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Símbolo, joya y relicario

En su origen, en el siglo XI, el Alcázar había sido enriscada atalaya mora, para pasar a transformarse en pabellón de caza real en plena Edad Media, cuando Enrique II, el primero de los monarcas de la dinastía bastarda de Trastámara, decidió repartir mercedes entre madrileños para congraciarse y verse por ellos legitimado.

Los lugareños se habían alineado con su rival y hermano, Pedro I, apodado El Cruel, al que Enrique arrebatara la Corona tras asesinarle desde el puñal mercenario de Bertrand Duguesclin en los Campos manchegos de Montiel. El Alcázar estaba rodeado, por la fachada oriental, por bosques y por la occidental por casuchas y callejas, como la de las Fuentes, que conservaba ocho caños con las efigies de los reyes de nombre Alfonso que reinaron durante la Alta Edad Media en Castilla.

Las fuentes, que hoy cabría situar en torno a la empinada calle que se encuentra detrás del edificio del Senado, regaban un huerto propiedad de la reina, Leonor Plantagenet, esposa de Alfonso VIII y hermana del legendario rey inglés Ricardo Corazón de León.

Ya cuando los madrileños levantaron pendones por el rey Pedro I, el Alcázar fue el bastión militar -también el símbolo-, a conquistar, cosa que Enrique II el de las Mercedes consiguió.

Un siglo largo después, los partidarios de Juana la Beltraneja, hija de Enrique IV, se enrocaron en su interior contra la luego Isabel I de Castilla, hermanastra de Enrique.

El vetusto Alcázar volvió nuevamente a atraer hacia sí todas las miradas cuando la extranjería del rey Carlos I, recién llegado a España desde los Países Bajos en 1500, desdeñó los poderes castellanos, los suplantó por altivos consejeros flamencos y desencadenó la guerra de las Comunidades. Madrid se adhirió al llamamiento hecho desde Toledo por Juan de Padilla y volvió a enrocarse en la fortaleza contra los imperiales de Carlos. Tras perder el Alcázar a manos de un edil, Gregorio del Castillo, éste cambió de opinión y rindió la plaza al de Gante.

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Varios líderes comuneros madrileños fueron ahorcados: campas agrícolas y cazaderos comunales del monte de El Pardo les fueron confiscadas por nobles afectos a Carlos, que acometió la conversión del Alcázar en residencia real. Como alarifes, desfilaron por el alcázar los mejores arquitectos, desde Juan bautista de Toledo y Luis de Vega, a Francisco de Mora y Juan Gómez de Mora.

En vísperas de su incendio, el palacio fortaleza había sido reformado y adecentada su fachada al sur mediante una gran balconada. En su interior, la princesa de los Ursinos, cuando gozó del favor real de Felipe V, pobló el interior del Alcázar con numerosísimas arañas y espejos.

No obstante, su principal riqueza seguía siendo la de piezas de orfebrería de ornamentos religiosos, como una extraordinaria custodia, con 9.000 piedras preciosas, muchas de ellas diamantes. Asimismo, el alcázar albergaba una ingente cantidad de reliquias, procedentes de la colección que Felipe II había mandado acopiar por Europa dos siglos antes de que el alcázar ardiera.

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