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Reportaje:LA CULTURA, CINCO AÑOS DESPUÉS DEL 11-S

La difícil disidencia intelectual

El efecto a largo plazo que tendrán los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos es muy difícil de predecir. El golpe asestado al henchido sentido de invulnerabilidad de la nación fue bastante grande, pero se agravó por el fariseísmo estadounidense, como si un acontecimiento de esta clase no debiera haberse producido porque invertía el orden moral del universo. El sobresalto no ha fomentado una mayor reflexión entre los intelectuales o a la búsqueda de un nuevo conocimiento en las universidades. Al contrario, las divisiones ya existentes se endurecieron, y los conflictos políticos en los círculos académicos y en las esferas de la cultura ahora se parecen a las guerras religiosas en Europa antes de la Ilustración. Su intensidad moral aumenta de forma inversamente proporcional a su esencia intelectual.

Empezamos a agotar nuestra credibilidad y nuestro honor
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Estados Unidos ha tenido una participación económica y política en Oriente Próximo (y el mundo musulmán) sin que se despierte una curiosidad general por las gentes de la región o el islam. Un pequeño cuadro de académicos universitarios abordaron estas inmensas extensiones de experiencia histórica, pero para el ciudadano estadounidense culto, éstas podrían haberse producido en la otra cara de la Luna. Existe un conocimiento mucho más amplio sobre Latinoamérica y considerablemente mayor sobre gran parte de Asia. Incluso los escritos del difunto Edward Said (un árabe cristiano, como la mayoría de los ciudadanos árabes de Estados Unidos) y su espléndido libro, Orientalismo, siguen siendo un tanto esotéricos. Hay decenas de miles de estadounidenses con experiencia en estas regiones pero la mayoría no han respondido, como los británicos (y los franceses) en su periodo imperial, con una fascinación por las culturas anfitrionas.

La única excepción complica todavía más las cosas. Un 2% de la población estadounidense es judía, y está claro que su influencia en la política del país hacia los árabes y el islam es muy grande. Ello se debe al legado histórico de los invasores calvinistas de Norteamérica, que concebían sus asentamientos como un "nuevo Israel". Las conexiones entre los judíos estadounidenses e israelíes son densas, y esto es visible en los ámbitos académicos y culturales. Incluso los estadounidenses no judíos o calvinistas son receptivos a las discusiones en defensa de Israel. Lamentablemente, algunas de ellas implican descripciones de la cultura árabe como algo inextricablemente atrasado, y del islam como algo esencialmente incapaz de coexistir con otras creencias.

Cuando en una breve respuesta

a una pregunta de The New Yorker, justo después del 11-S, la ya fallecida Susan Sontag planteó la cuestión de la responsabilidad estadounidense en la enemistad arábica, fue objeto de un severo ataque. Gran número de intelectuales y semiintelectuales hicieron suya la idea expresada con una vulgaridad sin par por el presidente Bush: Estados Unidos es odiado por sus virtudes. Las invasiones de Afganistán e Irak, el grotesco proyecto para la democratización de Oriente Próximo (fomentado por un Gobierno que reduce implacablemente el alcance de nuestra democracia) y una amalgama de respuestas defensivas a las críticas contra EE UU en muchas naciones han contribuido a un nuevo debate sobre el imperio estadounidense. Donde antaño se negaba enérgicamente que EE UU fuera un imperio (somos una república que de vez en cuando es movida a actuar fuera de sus fronteras en defensa de amenazas externas o por sus compromisos morales), ahora se da por sentada la definición de la nación como imperial. Por supuesto, la mayoría de los defensores del imperio añaden que somos un imperio sin igual, con unos modelos cultural y social que el resto del mundo pretende imitar. Para ellos, la defensa del imperio no es algo que pueda discutirse dentro del debate político habitual. Por el contrario, es un imperativo de la ciudadanía, una señal de adhesión voluntaria a la nación estadounidense. En resumen: la oposición es ilegítima.

Los que se oponen al imperio discrepan, y se describen (con mucha razón) como los verdaderos guardianes de la tradición republicana estadounidense. Afirman que el imperio distorsiona el reparto de los ingresos y la riqueza nacionales, pervierte las energías morales, refleja un desprecio sistemático por los intereses y valores de otros pueblos y, si prosigue, desembocará en el fin de nuestra democracia. El comparar a Bush con Julio César no es un símil convincente, pero el contumaz narcisismo del presidente le ha llevado a reclamar unos poderes de emergencia permanentes para la presidencia, como si hubiera leído a Carl Schmitt (cosa que casi seguro no ha hecho).

El acontecimiento reciente más llamativo es la aparición de una coalición de antiimperialistas con los portavoces intelectuales de un imperio gestionado racionalmente, muchos de ellos ex mandos militares o funcionarios de alto rango de política exterior. Estos realistas aducen, que las pruebas empiezan a convencer a la ciudadanía, que la respuesta de Bush al 11-S ha sido desproporcionada y ha estado mal encaminada. Con la consiguiente extralimitación del poder estadounidense, estamos empezando a agotar tanto nuestra credibilidad política como nuestro honor. Avezados en la batalla y en la diplomacia, estos detractores consideran que la guerra santa estadounidense de los fundamentalistas cristianos y sus aliados judíos o laicos es una fantasía patológica.

La pega es que la fantasía, aun

que ahora está más sometida al escrutinio que antes, está ampliamente diseminada en las universidades y los medios de comunicación. Cuando aquellos que poseen grandes conocimientos sobre Oriente Próximo y el islam ofrecen explicaciones coherentes sobre los ataques, a menudo se los acusa de apología del "terrorismo", intencionadamente o no. De hecho, "terrorismo" se utiliza de muchas formas, que en su mayoría confunden más que esclarecen.

Un aspecto difícil de toda la situación no es sólo la carencia y escasez de conocimientos sobre Oriente Próximo y el islam, sino la sustitución de un debate serio por un enfrentamiento ideológico ritualizado. Tenemos una sociedad muy estratificada, y nuestra vida intelectual es, en consecuencia, no menos estratificada. La ciudadanía que exige saber, insistiendo en que la responsabilidad de los intelectuales y académicos consiste principalmente en una pedagogía democrática, es audible pero no muy numerosa. El mercado para el trabajo de quienes poseen conocimientos está fragmentado y con frecuencia se reduce a organismos y grupos con sus propios intereses y programas políticos. Estas fracturas en la democracia estadounidense eran totalmente visibles antes del 11-S, pero después de él, han hecho que una respuesta reflexiva a la crisis sea mucho más difícil de lograr. Aun así, la reflexión que pueda existir les debe mucho a académicos y escritores testarudos dispuestos a arriesgarse a ser marginados por negarse a renunciar a sus críticas. Si la élite política se decide a buscar una verdadera solución a los problemas de Oriente Próximo y a la relación de Occidente con el islam, encontrará que este sector de nuestra élite intelectual es un aliado indispensable. Salvo que se produzca un cambio político, estos intelectuales seguirán siendo nuestra verdadera oposición.

Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown.

Imagen de los escombros de la torre norte publicada en el libro 'Aftermath', de Joel Meyrowitz, editado por Phaidon.
Imagen de los escombros de la torre norte publicada en el libro 'Aftermath', de Joel Meyrowitz, editado por Phaidon.

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