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El futuro de la Europa decadente

La creencia extendida es que Europa es económica o socialmente disfuncional. De acuerdo con este punto de vista, Europa -con sus largas vacaciones y generosas pensiones- es en muchos aspectos un lugar mejor para vivir, pero ese nivel de comodidad no puede durar. El razonamiento es que aunque el modelo social europeo sea deseable, no es realista, y está abocado al fracaso.

Esa aseveración deriva de la asociación del cambio tecnológico y la globalización con lo inevitable o la necesidad. Y, sin embargo, cuando damos por supuesta la necesidad de la eficacia y lo inevitable de la primacía económica a la hora de forjar nuestro futuro, deberíamos ser conscientes de que nos convertimos en esclavos de los economistas del siglo XIX, incluido, por supuesto, Karl Marx.

En lugar de centrarnos exclusivamente en la eficacia, debemos prestar más atención a la política. El Estado europeo posterior a 1945 se transformó con bastante rapidez y dejó de ser el tipo de maquinaria recaudadora de impuestos para gastos militares que había sido desde el siglo XVII para convertirse en un Estado social, que invierte enormes cantidades de dinero en sanidad, educación, pensiones, vivienda, prestaciones sociales y servicios públicos. El Estado estaba haciendo algo completamente nuevo, pero no porque hubiera habido una revolución socialista. Los esfuerzos eran básicamente profilácticos.

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Hay que tener en cuenta que la mayoría de los hombres que construyeron los Estados de bienestar europeos no eran jóvenes socialdemócratas. La mayoría de los que de hecho llevaron a la práctica este programa después de 1945 en Europa Occidental eran cristianodemócratas, o liberales, y más bien viejos, muy viejos. William Beveridge, redactor del informe de 1942 que se convirtió en base del Estado de bienestar británico, nació en 1879. Winston Churchill, el hombre que encargó ese informe, en 1874. Clement Attlee, el primer ministro que lo llevó a la práctica, en 1883.

La historia fue similar en el resto de Europa. Robert Schuman, Jean Monnet, De Gasperi, padres de la Unión Europea, nacieron en 1886, 1888 y 1881, respectivamente; y Luigi Einaudi, presidente de Italia, en 1874.

Todos estos hombres eran adultos antes de 1914. Consideraban que estaban completando una barrera, tal y como ellos la entendían, contra el retorno de la depresión, la guerra civil y la política extremista.

Todos compartían la opinión expresada por Keynes, justamente antes de su muerte en 1946, de que tras la experiencia de la Segunda Guerra Mundial habría en Europa un anhelo de seguridad personal y social. Y lo había. El Estado de bienestar se creó principalmente como revolución de la seguridad, más que como revolución social.

Volvamos al presente. Está muy claro que un Estado capaz de proporcionar seguridad será más necesario en el siglo XXI que en los últimos años del XX. Y no sólo la seguridad que protege frente al terrorismo y amenazas similares, sino también la que responde al temor a la vulnerabilidad económica y física.

La razón es una vuelta predecible al grado de inseguridad, incertidumbre y temor al futuro que la gente sentía en las décadas de 1920, 1930 y 1940. Es precisamente en una era de globalización, un momento en el que no hay más opción que aceptar los movimientos transfronterizos de personas, dinero y mercancías, y en el que la migración es inevitable y necesaria, cuando el Estado se hace más, no menos, necesario.

El Estado europeo del periodo de posguerra arrinconó las formas de comunidad y seguridad en las que los europeos habían confiado durante muchas décadas, ya fueran organizaciones obreras, de clase, regionales o religiosas. En la mayoría de los casos, los europeos de hoy no tienen ninguna de ellas.

Lo que tienen son los restos del Estado políticamente legítimo, el Estado nacional que constituye una expresión reconocible de sus intereses y es capaz de protegerlos frente a los cambios impredecibles de un modo que ni los gobiernos locales ni Bruselas pueden igualar. Dichos cambios impredecibles, lo que los de fuera describen como las reformas inevitables, sólo se pueden adoptar con prudencia política en el contexto del Estado del bienestar europeo. Si se abandonan el Estado y las antiguas formas de seguridad o protección laboral, las perspectivas no serán halagüeñas.

Éste es un modo europeo de entender el problema derivado del hecho de que los europeos y los estadounidenses vivieron un siglo XX muy distinto. Aunque la segunda mitad del siglo pareció unirnos más en este Occidente común, en el que pensamos que compartimos referencias culturales, políticas y morales, la forma en que Europa y Estados Unidos experimentaron el siglo XX es de hecho completamente distinta. Hasta en Gran Bretaña -el país europeo cuya experiencia del siglo XX más se acerca a la de Estados Unidos-, cuando yo era pequeño, todo el mundo hablaba del 1 de julio de 1916, el día que empezó la batalla del Somme.

Ese día cayeron 62.000 soldados británicos. Casi la cuarta parte del total de bajas estadounidenses en toda la Segunda Guerra Mundial. Existía, pues, un gran sentimiento de pérdida.

En la Segunda Guerra Mundial la mayoría de los países del este de Europa perdieron del orden de 1 de cada 5 habitantes, como en Polonia; o 1 de cada 8, como en Yugoslavia; o 1 de cada 11, como en Grecia. Y en la Unión Soviética murieron 24 millones de habitantes.

Esto supone una experiencia muy distinta de la historia reciente. Y crea en casi todo el espectro político la idea generalizada de que no podemos volver a "eso". Y "eso" se puede prevenir, entre otros modos, mediante el modelo europeo de organización social y política, con la función especial asignada al Estado.

Admito que es un modo escéptico de plantearse la política. Pero a mi modo de ver, la visión optimista y maniquea del mundo que tienen los estadounidenses presenta grandes riesgos inherentes. Divide el mundo entre el pasado y el futuro, dando por sentado que el futuro es mejor. Antes de 1989, el mundo también fue dividido entre socialismo o capitalismo, estancamiento o crecimiento, ellos o nosotros. Más recientemente, ha sido dividido en con nosotros o contra nosotros. Pero, por encima de todo, siempre se divide entre lo bueno y lo malo.

Tony Judt, historiador, es director del Remarque Institute en la New York University. Acaba de publicar Postwar: a history of Europe since 1945. Traducción de News Clips.

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