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Columna
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Estatuas

En Sevilla, Mozart es una estatua. El relente la humedece junto al Teatro de la Maestranza: una especie de marioneta de bronce encumbrada en un podio, que coloca un pie en una silla y se inclina a mirarse la mano, como si practicara la quiromancia y quisiera adivinar las humillaciones futuras en ese apéndice que le sobresale de la casaca. Porque las pasadas han sido muchas: antes no se leía la palma, sino una partitura de metal ondulada en los extremos; ha perdido varias veces el violín que se oxida a su lado. No sé si la estatua de Don Juan, que se encuentra algo más allá, en los Jardines de Murillo, ha sufrido también el acoso de los terroristas de la memoria; siempre que paseo por el parque la hallo en aceptable estado de salud, con la capa sobre el hombro y la daga torcida a un lado de la cintura. Son dos figuras que a primera vista no tienen mucho que ver, salvo el crisol y la peana, pero que una vez fueron siamesas.

Mozart jamás visitó Sevilla y sin embargo recorrió estas calles a menudo, y vio a Don Juan ocultarse en los zaguanes y las posadas, practicar la esgrima a medianoche, espiar desde las rejas de los conventos, cantar cavatinas a la luz de la luna. La ópera que el salzburgués dedicó a nuestro mito más universal se titula Don Giovanni, y en ella hay una estatua que juega un papel nuclear. En el acto final, el comendador esculpido en granito abandona su pedestal para acudir a la cena que el pecador le ofrenda, donde trata de convencerle para que se retracte de sus desmanes sin resultado, y desde cuya mesa, por fin, arrastra a esa alma manchada de pez al infierno. La estatua ambulante figura en casi todas las versiones del relato, y arrastra sus pies también en las piezas de Tirso, Molière y Zorrilla. En la Alameda de Hércules, poco más allá de los cráteres que está abriendo el ayuntamiento, existe una calle escuálida que se llama Calle del Hombre de Piedra: dudas razonables impiden asegurar que quien dio nombre a las aceras fuese nuestro comendador, pero es hermoso pensarlo así y no importa. Mozart no estuvo en Sevilla; sí residió temporadas en Praga, la capital que él amó y que le amaba como en un noviazgo de patio de escuela, y en Praga estrenó Don Giovanni y escribió las últimas escenas de este drama tumultuoso y oscuro, mientras residía en casa de unos amigos. En Praga hay otro hombre de piedra: el inefable gólem, creado por las artes de un rabino que creía, ay, que Dios y un alfarero son equivalentes. En las noches de invierno, el gólem vagaba por el gueto judío y mandaba también al infierno, con sus manos minerales, a todo descarriado con que se cruzase en un callejón. A mí me da que Sevilla y Praga son un poco ciudades paralelas, como simétricas, empalmadas por un cordón umbilical que no es fácil atrapar pero que se tensa y sostiene, que está ahí. Dice Hugo Pratt que en Venecia existe una puerta que conduce al patio de cualquier otra calle del mundo. Si uno desciende al subsuelo de Sevilla y se adentra en sus cloacas y vaga por sus cimientos, es posible que desemboque en una plaza de espadañas de pizarra donde seis bailarines mecánicos celebran cada hora el avance de la muerte en los espejos. Me dejo mecer por esa dulce sospecha: cuando dio música a las amenazas del comendador Mozart pensaba en el gólem, y contemplaba Sevilla desde los campanarios praguenses. Feliz aniversario, maestro.

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