Tribuna:

La cuadratura del círculo

La discusión parlamentaria y ulterior aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, si después de las modificaciones que se acuerden procede, se perfila el obstáculo más difícil de sortear al que se enfrenta Rodríguez Zapatero. En efecto, es mucho lo que se juega, lo que nos jugamos, en el envite. Por lo pronto, para los socialistas, la pervivencia misma de este Gobierno. Apartándose de la prudencia habitual en los políticos que suelen guardar en un cajón las cuestiones que conlleven grandes riesgos, es decir, todas las relevantes, el presidente no ha rehuido dar la cara a la tal vez más a...

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La discusión parlamentaria y ulterior aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, si después de las modificaciones que se acuerden procede, se perfila el obstáculo más difícil de sortear al que se enfrenta Rodríguez Zapatero. En efecto, es mucho lo que se juega, lo que nos jugamos, en el envite. Por lo pronto, para los socialistas, la pervivencia misma de este Gobierno. Apartándose de la prudencia habitual en los políticos que suelen guardar en un cajón las cuestiones que conlleven grandes riesgos, es decir, todas las relevantes, el presidente no ha rehuido dar la cara a la tal vez más ardua de las pendientes, pese a tener la opinión pública en contra y temblando buena parte de su partido.

Porque hay que empezar por decir que es absolutamente falso que se hubiera metido en tamaño berenjenal sólo para seguir contando con el apoyo de sus socios. En el caso de una Esquerra demasiado intransigente, se cuenta con CiU como posible relevo en el Parlamento catalán y en el Congreso. Afirmar, como repite sin cesar el PP, que son prisioneros de sus socios independentistas que les empujan a reformar el Estatuto, pese a que en el fondo importaría a muy pocos, es ignorar por completo el ambiente que se vive en el País Vasco y Cataluña. Estos 27 años de Estado de las Autonomías no han servido para reducir las dinámicas centrífugas, más bien al contrario, la Constitución de 1978 ha favorecido las tendencias secesionistas. No obstante la mayor cooperación internacional, sobre todo francesa, en la lucha contra el terrorismo, así como la reacción de la sociedad española, incluida la vasca, ante el atentado del 11 de marzo que convierte en ridículo el tiro en la nuca y en intolerable, incluso para los círculos independentistas más cercanos, matanzas como la de Atocha, casi tres decenios de democracia y de autonomía no han logrado erradicar a ETA. Éxitos policiales, contexto internacional y la presión que ejercen sus propios aliados nacionalistas no dejan a ETA otra opción que decidir el momento de entregar las armas. Habrá llegado entonces la hora de negociar el nuevo Estatuto vasco en una mesa en la que estén representados todos los partidos. En el País Vasco ha comenzado ya una nueva etapa, aunque sean todavía imprecisos el perfil que tome y los tiempos en que se desarrolle.

A nadie se le oculta que la dinámica catalana está ligada a la vasca y, si queremos mantener España unida, habrá que encontrar una salida para ambos casos, por diferentes que realmente sean. Es obvio que desde comienzos de la transición el terrorismo de ETA ha marcado toda la política nacional y que la forma como se solucione la cuestión vasca influirá decisivamente en Cataluña, y a la inversa. Si a ello se añade que una buena parte de la población catalana es cada vez más consciente de poseer una identidad propia, de ningún modo parece inoportuno el que se pretenda construir un modelo para Cataluña que de alguna forma valga también para el País Vasco, aunque por la actitud de una ETA que, habiendo dejado de matar, podría aún por mucho tiempo seguir extorsionando y colocando bombas, bien pudiera ocurrir que al final los tiempos no coincidan. Pero constituye un capítulo más de "la historia universal de la infamia" afirmar que detrás del Estatuto catalán está directamente ETA.

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Para encontrar una solución factible al espinoso tema de una España que, reconociendo las diferencias, permita una mayor cohesión de sus pueblos y territorios, es indispensable empezar por librarnos del espejismo de que el Estado de las Autonomías constituye la solución óptima, cuando en realidad lleva en su seno una dinámica centrífuga que a la larga la hace inviable. Como volver al viejo centralismo sería la peor solución, además de inalcanzable por medios democráticos, la elección se plantea entre dejar tal como está al Estado de las Autonomías, todo lo más con algunos retoques, lo que en el País Vasco y Cataluña supondría seguir favoreciendo una dinámica que tiende a desembocar en una confederación de Estados, o bien decidirse por un Estado federal, como la única forma de reintroducir una centrípeta.

Una mejor integración territorial de España exige partir del convencimiento de que no sirve el Estado de las Autonomías, ni menos aún un Estado confederal como el que abiertamente propone el plan Ibarretxe y, aunque más subrepticiamente, también se trasluce en el proyecto de Estatuto aprobado en el Parlamento de Cataluña. Importa poner énfasis en algo que suele pasar inadvertido, y es que el mayor defecto del Estado de las Autonomías radica en que a la larga propicia un Estado confederal. Soy consciente de la extrañeza, cuando no rechazo, que producirán ambas tesis, que, pese a su enorme complejidad, trataré de exponer muy brevemente.

No se me oculta que poner en tela de juicio el modelo de Estado que prescribe la Constitución es tropezar con un muro aparentemente infranqueable. Los que en su día fueron más críticos se han convertido en sus más acérrimos defensores. Y ello, no sólo porque legitima la transición tal como se ha llevado a cabo, sino porque en su base, como queda bien patente en el mantenimiento de la provincia como el último substrato de la organización territorial (artículo 137), pervive el Estado unitario que en ningún caso estaban ni están dispuestos a abandonar. Cierto que al otorgar a las "nacionalidades y regiones" competencias exclusivas y compartidas, el Estado de las Autonomías se aproxima a uno federal, pero, pese a haber llevado la descentralización a un punto comparable, y a veces superior, a la que poseen los Estados federales, no ha perdido su carácter básico de Estado unitario. Conviene tener muy presente que el Estado de las Autonomías, por descentralizado que esté, es uno unitario.

Alguno se preguntará si el Estado de las Autonomías ha conseguido un grado de descentralización semejante o incluso superior en algunos aspectos al Estado federal, ¿por qué diablos convendría transformarlo en uno federal? Justamente, porque no cumple la función integradora del Estado federal y derrapa hacia uno confederal. El centralismo subyacente en el Estado de las Autonomías crea una relación radial de cada una de las Comunidades Autónomas con el Estado central, careciendo de los órganos propios del Estado federal, entre ellos una Cámara de representación territorial, que permitan a los Estados federados participar en pie de igualdad en las tareas que a todos conciernen. No sólo faltan estos mecanismos de integración, sino que la Constitución los prohíbe expresamente: en ningún caso se admitirá la federación de Comunidades Autónomas y los convenios que puedan acordarse entre las

CC AA tendrán que ser aprobados por las Cortes (artículo 145).

La dinámica que desarrolla este modelo es potenciar en cada Comunidad el afán de ir ganando terreno al Estado central, reclamando más y más competencias hasta reunir todas las de un Estado, a lo que, por lo menos en dos Comunidades, se suma la pretensión de constituir una nación que en algún momento habría gozado de entidad política. Razones históricas darían por descontado la existencia previa de un Estado nacional, dispuesto todo lo más a negociar la forma de adherirse a una confederación que mantiene a la Corona como el vínculo principal. La disposición adicional de la Constitución ampara los derechos históricos de los territorios forales, que luego el Estatuto vasco plasma en el concierto económico. También en el preámbulo del proyecto de Estatuto se apela a "los derechos históricos de que dispone Cataluña y que el presente Estatuto incorpora y actualiza" con la misma pretensión de establecer una Hacienda propia, que luego negocia con el Estado central los aportes debidos. En ambos casos se institucionaliza una relación que sólo cabe en un Estado confederal.

No habrá que insistir en que España no duraría mucho convertida en una confederación de Estados, cada uno con su propia dinámica centrífuga, pero tampoco conviene olvidar que el Estado de las Autonomías, tal como lo dibuja la Constitución, y que una opinión tal vez mayoritaria pretende conservar a todo trance sin modificación alguna, refuerza la tendencia confederal. Ni el Estado confederal ni su antecesor, el Estado de las Autonomías, garantizan a la larga la unidad de España. La única solución que se divisa en el horizonte sería un Estado federal, que además de exigir una amplia reforma de la Constitución, cuyas enormes dificultades no se me escapan, a ella se opondrían tanto los defensores del Estado unitario en su forma actual de Estado de las Autonomías, como vascos y catalanes que, al menos como etapa intermedia, aspiran a un Estado confederal.

Así las cosas, reconvertir el Estado de las Autonomías en uno federal significaría la cuadratura del círculo. Pero que nadie pierda la esperanza, el milagro ya lo hemos realizado una vez. Sin romper la legalidad establecida en las Leyes Fundamentales hemos logrado transformar un régimen dictatorial autoritario en uno democrático, homologable al del resto de Europa, hasta el punto de que hoy no faltan los que presentan al Franco que arrasó la democracia nada menos que como el hacedor de la que hoy disfrutamos.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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