Columna

La mala bicha

Viajo a menudo a Barcelona, entiendo perfectamente el catalán y tengo por allí muchos amigos, y me consta que no hay un problema de convivencia en Cataluña, que el bilingüismo es real y que, salvo un puñado de descerebrados intolerantes de uno u otro signo, la inmensa mayoría de sus ciudadanos es sensata y abierta.

Por todo lo que he visto y me han contado, también tengo la impresión de que hasta hace muy poco el dichoso Estatuto les importaba un pimiento a casi todos los catalanes. Ahora les importa algo más, como es natural, porque les están machacando las neuronas de manera implacabl...

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Viajo a menudo a Barcelona, entiendo perfectamente el catalán y tengo por allí muchos amigos, y me consta que no hay un problema de convivencia en Cataluña, que el bilingüismo es real y que, salvo un puñado de descerebrados intolerantes de uno u otro signo, la inmensa mayoría de sus ciudadanos es sensata y abierta.

Por todo lo que he visto y me han contado, también tengo la impresión de que hasta hace muy poco el dichoso Estatuto les importaba un pimiento a casi todos los catalanes. Ahora les importa algo más, como es natural, porque les están machacando las neuronas de manera implacable. Me parece que, desde hace algunos años, los medios de comunicación y los políticos españoles han establecido unos lazos de unión demasiado estrechos. Que, progresivamente, han ido creando su propio y cerrado mundo de gritos y susurros, de rencillas y luchas por el poder, un territorio artificial que encona y agudiza sus enojos y que les va haciendo perder cada vez más el contacto con la realidad.

Y así, sospecho que el Estatuto catalán puede ser, a la postre, el invento de unos políticos que actúan sobre todo para salir en los periódicos. Según las encuestas sobre el tema, la gran mayoría de los españoles (78%) y de los catalanes (70%) quieren que el Estatuto se ajuste a la Constitución y responda al interés general. O sea que, a pesar de los lavados de cerebro que nos están haciendo a todos, se diría que la bronca no está en los ciudadanos, sino en los dirigentes. Lo malo es que los actos tienen consecuencias, y la mala bicha del nacionalismo irracional (esa enfermedad infantil del hombre, como decía Einstein) se nos enrosca a todos en la barriga, dispuesta a desperezarse en cualquier momento. De hecho el Estatuto ya ha levantado cierto resquemor pueril en el resto del país, que se siente, nos sentimos, desdeñados; y las broncas escuchadas en el Parlamento nacional y demás manifestaciones anti-Estatuto están haciendo que se sientan irracionalmente agraviados muchos catalanes, aunque antes ni siquiera les preocupara el tema. Y así es como se envenena la convivencia de un país, así es como se va destruyendo el tejido de la civilidad, con emociones sectarias y retrógradas.

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