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Tribuna
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Ciudadanos honorables

En Castellón pasan cosas muy raras. Tenemos un presidente de la Diputación, por ejemplo, que está enjuiciado bajo la acusación de haber recibido grandes sumas de dinero a cambio de mediar ante altos gerifaltes ministeriales para legalizar determinados potingues, producidos por empresas con las que mantenía una estrecha relación. Hasta aquí, nada nuevo. A veces los políticos, como Hester Prynne, son expuestos sobre el cadalso y la justicia debe dirimir la bondad o maldad de las querellas. Se da la circunstancia, sin embargo, de que Carlos Fabra añadió recientemente, a las puñaladas fitosanitarias de un antiguo socio despechado, otra amenaza judicial. Esta vez fue Hacienda, que le reclama el origen de 600.000 euros ingresados en 19 cuentas durante 1999, es decir, en la época en que supuestamente medió en Madrid a favor de los pesticidas de marras. Pero, por supuesto, son dos hechos que no tienen ninguna relación entre sí, como enseguida se encargaron de resaltar sus defensores (su abogado: un tipo llamado Wenley Palacios, que pasea su inquietante ideología de alcantarilla por la prensa local. Un ciego defendiendo a un tuerto). Alguien es acusado de haber sido sobornado, alguien maneja mucho dinero de procedencia desconocida. Pero Carlos Fabra es un hombre honorable.

Luego tenemos -anem per feina- un obispo ya en funciones, cuyos diez años al frente de la diócesis han servido para encumbrar a una inquietante pandilla de misacantanos que harían las delicias de José María Escrivá de Balaguer, en paz (digo yo) descanse. Monseñor Reig Pla, en efecto, se va a Cartagena, ascendido por Benedicto XVI en persona, pero deja a sus espaldas unos efluvios harto ambiguos. He aquí el hombre, en efecto, que fue acusado de jugarse en bolsa el dinero de la diócesis, con pérdidas de las que no se sabe si se ha recuperado, o alguna vez lo hará. Se da la circunstancia, otra vez, de que el propio Reig tomó hace poco una decisión polémica: rebajar el sueldo de sus sacerdotes, que en adelante deberán completar con lo que pillen del cepillo del templo parroquial. Alguien pierde su dinero (el dinero de ellos) en bolsa y alguien debe recortar salarios a los trabajadores del crucifijo. Pero, por supuesto, son dos hechos que no deben tener ninguna relación. Porque Juan Antonio Reig es un hombre honorable.

Entre tanta honorabilidad, entre tanta buena reputación, honra, fama y gloria, un tercer hombre, un humilde sacerdote, dio la cara atreviéndose a decir lo que pensaban muchos otros. Àlvar Miralles, párroco de Vilafranca (Els Ports), elevó su voz para decir algo muy simple: que no era moral rebajar sueldos cuando se ha gastado el dinero en bolsa. Que eso no es espíritu cristiano. La prensa dio cumplida cuenta de esta acusación pero Reig Pla aguantó el tipo: se defendió como pudo mientras mascullaba, por lo bajini, que la venganza sería terrible.

Y el momento de la venganza llegó. Antes de que se hiciera público su traslado a Cartagena, Reig Pla, con su voz meliflua, comunicó por teléfono a Miralles que sería trasladado no a La Plana, como el cura le pidió, sino a Roma. Un exilio dorado, un estorbo menos. Reig consigue así tapar la boca de su principal contestación interna y queda como un rey, puesto que el propio Àlvar, que ya es licenciado en sociología, no veía con malos ojos culminar sus estudios bíblicos iniciados hace años en Barcelona. Sus feligreses, sin embargo, reaccionaron a la noticia de su partida en forma de una emotiva carta colectiva, donde se ponía de manifiesto la extraordinaria conexión que este capellán rebelde e insumiso había conquistado en el corazón de su público. No sé de nadie, por otro lado, que haya llorado por la partida de Reig a Cartagena (como lo hicieron tantos cuando su antecesor, Josep Maria Cases, se jubiló).

Todas estas cosas tienen el significado que ustedes quieran darle. Castellón, como si se tratara de la frontera del Far West, ha estado regida hasta ahora por individuos que han impuesto su autoridad como se planta el vaso en que se ha bebido encima de una mesa: con rotundidad, sin apelación posible, con la chulería del que se sabe ahíto. Se trata, qué duda cabe, de caballeros intachables, con la conciencia tranquila, amigos de sus amigos, majestuosos al caminar y con esa satisfacción en las mejillas de los acostumbrados a manejar el poder como se coge a un niño en brazos. Todos ciudadanos honorables. Pero diríase que roban y dilapidan (Dios los perdone).

www.joangari.com

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Joan Garí es escritor.

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