Reflexiones sobre los incendios forestales
El autor propone que, más allá de polémicas coyunturales sobre los incendios, los esfuerzos se centren en una sólida estrategia preventiva
El gravísimo incendio que ha arrasado a lo largo de los pasados días 16 a 20 de julio cerca de 13.000 hectáreas en la provincia de Guadalajara, y que ha acabado con la vida de 11 agentes forestales y miembros de retenes, ha hecho saltar de nuevo las habituales polémicas y cruces de acusaciones políticas que surgen en estos casos y, cómo no, ha conducido igualmente al también habitual anuncio por parte del Gobierno de medidas conducentes a evitar que tan trágicas situaciones vuelvan a producirse.
Ante esta situación, y más allá de las polémicas coyunturales que, lamentablemente, no suelen tener mayor trascendencia una vez que la temporada de incendios finaliza, parece útil detenerse en algunas reflexiones de fondo sobre el tema por si, por fin, las autoridades responsables en esta materia decidieran tomárselo en serio de una vez para siempre.
Como contexto general, no parece ocioso recordar, tanto a los actuales y pasados responsables de gobiernos del PSOE como a sus ahora críticos radicales desde las filas del PP, que ni unos ni otros han estado a la altura que se les debiera exigir en este asunto desde que el restablecimiento de la democracia en nuestro país les ha permitido irse turnando en las tareas de gobierno.
En primer lugar, resulta pertinente reseñar que, pese al aumento y mejora de los medios técnicos contra los incendios forestales, hemos pasado de un número de incendios que raramente superaba los 5.000 en los años sesenta y setenta a una cifra que tiende a superar los 20.000 anuales a lo largo de los últimos años. Consecuentemente, la superficie quemada anualmente también ha aumentado sustancialmente, pasando de una media de menos de 60.000 hectáreas anuales hasta mediados de los años setenta a una media que casi triplica dicha cifra a lo largo del periodo posterior, con máximos superiores a las 400.000 hectáreas en un solo año, como en 1978, 1985, 1989 o 1994. Este aumento no es, obviamente, casual, por lo que un análisis de sus causas, hoy por hoy muy incompleto, ayudaría, sin duda, a facilitar una inversión de dicha tendencia.
En segundo lugar, es también bueno no olvidar que el tipo de masa forestal que arde o el tipo de terrenos que más se ven afectados (en cuanto a titularidad y forma de usos) es claramente distinto. En efecto, aunque en nuestro país han sido afectadas todo tipo de especies forestales existentes, los monocultivos de coníferas (que dominaron las mal llamadas repoblaciones), son los que han sido más afectados proporcionalmente. Por otra parte, las áreas que mayores beneficios procuran a la población local implicada son las que menores daños tienden a sufrir, en gran medida por la mayor atención y cuidados de los beneficiarios. La adopción de medidas referidas tanto al tipo de repoblaciones o plantaciones a acometer, como ya han hecho algunas comunidades autónomas, así como al fomento del uso sostenible de los montes por parte de las poblaciones implicadas, sin duda contribuirían a mejorar la situación.
En tercer lugar, pese a la lamentable falta de investigación suficiente respecto a las causas directas de los incendios, queda claro que en torno al 95%-96% de los mismos se originan por la acción humana, siendo el grueso de éstos, bien intencionados (probablemente cerca del 50%), bien debidos a negligencias (que pueden llegar hacia el 30%), quedando el resto vinculados al uso de maquinaria, al ferrocarril, a los tendidos eléctricos, a maniobras militares o a basureros incontrolados o seudocontrolados. Las medidas dirigidas a reducir la incidencia de los incendios debidos a negligencias, tanto de domingueros como de agricultores y ganaderos, como la prohibición de quema de rastrojos o del uso del fuego en el monte durante los periodos de riesgo, unidas a aquellas que eviten sacar beneficio de los incendios a partir de prácticas delictivas (cambios de usos del suelo, venta de madera quemada, industria del fuego ligada a la creación de empleo o a la promoción de actividades económicas mediante la provocación de incendios...), podrían reducir de forma drástica el número actual de incendios y la superficie quemada.
En cuarto lugar, es también importante tener en cuenta que la extinción de incendios es una tarea inmensamente complicada, aun más si se producen de forma deliberada y, por lo tanto, buscando causar el mayor daño posible aprovechando las condiciones más adversas (nocturnidad, viento, multiplicidad de focos, dificultad de acceso al área...), por lo que los esfuerzos centrales deberían siempre ir hacia la prevención, la cual, por otra parte, es siempre mucho más barata que la recuperación de las superficies quemadas.
Por último, en quinto lugar, la eficacia en la lucha contra incendios, tanto en su fase preventiva como en la de extinción y recuperación de la superficie quemada, está íntimamente unida a la creación de un marco de política forestal y de coordinación de actuaciones que favorezcan, tanto la reducción de las causas estructurales de los incendios como la mayor eficacia en el establecimiento y en la actuación de los medios dirigidos a la extinción, ya que la velocidad de reacción y la capacidad de combinar adecuadamente los medios existentes son claves a la hora de lograr el éxito o el fracaso.
Los anteriores factores son sobradamente conocidos y han sido reiteradamente propuestos por instancias técnicas y sociales a los responsables políticos de turno a la hora de definir nuevas políticas que nos permitan romper la dinámica catastrófica que se ha ido imponiendo a lo largo de las ultimas décadas.
Por desgracia, tanto los Gobiernos de la UCD y del PSOE de la etapa de Felipe González como los Gobiernos del PP o el actual Gobierno de Rodríguez Zapatero, se han mostrado incapaces de ir mas allá, en el mejor de los casos, de las medidas coyunturales dirigidas a paliar ciertos daños a toro pasado, cuando no de limitarse a promesas para el futuro, casi siempre incumplidas.
La situación actual sigue siendo prueba de ello. ¿Cómo se puede explicar que en un año como el actual (acentuada sequía, altas temperaturas...) no se hayan tomado medidas preventivas de sentido común, y sólo después de una catástrofe como la de Guadalajara se le ocurra al Ministerio de Medio Ambiente y al Consejo de Ministros que prohibir hogueras y barbacoas en el monte, paralizar cambios en la calificación del suelo hasta 30 años después de un incendio o suspender la quema de rastrojos pueden ser unas buenas ideas para limitar la proliferación de incendios?
Mientras tanto otros aspectos fundamentales siguen pendientes de adopción, como la investigación real de la causalidad y de la motivación de los incendios forestales, y la consiguiente adopción de una estrategia preventiva socioeconómica y cultural, o la prevención técnico-selvícola (limpieza del monte y adecuación de la masa forestal), como la que tuvimos oportunidad de proponer hace ya más de diez años, desde el desaparecido Icona, y que jamás fue adoptada por los sucesivos Gobiernos por supuestos motivos presupuestarios.
La puesta en marcha de una sólida estrategia preventiva y de una coordinación eficaz de medios, la formación y estabilidad en el empleo de personal suficiente que pueda acometer de forma complementaria las tareas de prevención, de vigilancia y de extinción, unidas a una política más participativa de las poblaciones particularmente afectadas y a una represión contundente de los delincuentes que provocan al menos dos tercios del total de incendios que sufrimos anualmente, podrían, sin duda, reducir fuertemente esta plaga que nos afecta directa o indirectamente a todos los ciudadanos y que, lejos de ser una maldición imparable, es fruto de actuaciones humanas, irresponsables en unos casos y criminales en otros, así como de una inoperancia de gran parte de las administraciones públicas implicadas, que tiene clara solución, siempre y cuando exista la voluntad política necesaria para ello.
En tal sentido, esperemos que lleguen a buen puerto las palabras de la dimitida consejera de Medio Ambiente de Castilla-La Mancha en su última comparecencia cuando manifestó su deseo de que esta lamentable catástrofe contribuyera a un cambio radical en las políticas de lucha contra los incendios forestales en nuestro país. Ojalá que ello así ocurra y que, como consecuencia, no volvamos a asistir al denigrante espectáculo de políticos de foto y promesas cuando, tras no haber hecho casi nada para evitarlo, vuelvan a presentarse con cara compungida ante el próximo incendio catastrófico que vuelva a asolarnos.
Humberto da Cruz es director del Instituto de Estudios y Cooperación para la Cuenca del Mediterráneo. Ex director general del Icona.
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